Cuando la gente se marcha, en especial cuando se va poco a poco, un lugar va declinando, pero no desaparece. Quedan las piedras para conservar la memoria, por si alguno de los que se fueron vuelve, por si llega alguien nuevo y quiere imaginar la vida de quienes estuvieron primero. La ruina construye un relato. La relevancia de un sitio, como dijo Pablo Picasso sobre la calidad de los pintores, depende de la cantidad de su pasado.

El río Barbantiño marca el límite del municipio, entre Vilamarín y San Cristovo de Cea, cerca de mi aldea. Es una frontera traviesa, que varía según el caudal, que no siempre obedece el trazo del mapa. En las épocas lluviosas, el agua abraza la ribera y engulle el camino, como una serpiente que devora a otra.

El suelo de piedra, irregular, labrado por los siglos y la meteorología, enseña algunas cicatrices de un tiempo en el que los carros atravesaban esta especie de check point entre las jurisdicciones del monasterio de Oseira y del conde de Ribadavia.

Ponte Sobreira, un paso medieval de un solo arco, abombado como la panza de un gato zalamero, permite salvar el río. Es un marcapáginas de la historia, un vestigio que resiste erguido, incólume. Aguanta las acometidas de los años mejor que las casas del pueblo de A Ponte, un topónimo por metonimia, que lleva décadas abandonado. La maleza, incontrolable, entra sin llamar en las antiguas viviendas, que son como un puzle desordenado e incompleto: dejan intuir qué sucedió, cómo eran los días. No tiene habitantes, pero la localidad se encuentra muy lejos de estar muerta.

En uno de sus libros, Vila-Matas cita a Proust para explicar exponentes del pasado como esta vieja aldea, como este puente histórico, cuyo pretil termina en los dos extremos en volutas que recuerdan al bigote ensortijado de Dalí, que el artista untaba con aceite de dátil y miel para dominarlo a su gusto: “No solo no es fugaz, es que no se mueve de sitio”.

Ponte Sobreira turismo.gal

Hoy transitan el mismo camino, a pie o en bicicleta, peregrinos de numerosos países que se dirigen a Santiago de Compostela por la Vía de la Plata. Cuando atraviesan mi aldea preguntan cuánto queda, porque sufren la cuesta afilada de los últimos cinco kilómetros antes de poder finalizar la etapa entre Ourense y Cea.

Su huella se suma a la piel de ese camino picoteado por el tiempo. Algunos, además, dejan otra pegada, a la que conceden –parece– una mayor trascendencia, pero que en realidad es efímera: en las redes sociales, sus impresiones se diluyen en un universo líquido de opiniones similares. Las fotos perfectas no guardan la memoria.