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En la sala de espera

Esa chica y yo somos ahora los únicos en la sala. Suena el móvil y se levanta. Camina de un lado a otro y se detiene en la ventana. A lo lejos, la misma sierra que vemos todos. Levanto la vista y la veo llorar. Avergonzado, vuelvo a mi libro.

Un matrimonio mayor entra. La mujer se agarra fuerte a una carpeta de gomas. Él le toca la mano, ella se sienta con la espalda muy recta. Una enfermera se acerca, les explica algo en voz baja y se lo lleva. La mujer se queda sola, con las manos en la carpeta, esperando como la gente mayor espera.

Un hombre camina con andar militar. Llevará veinte minutos apareciendo y desapareciendo tras la columna del ascensor. El pijama le va grande y, pese a lo ridículo de la prenda, conserva una actitud digna. Del hombro cuelga una de esas máquinas que controlan el corazón.

Un olor dulce llena la sala. El chico con la sudadera del Arsenal pela una naranja. Tiene cara de niño, pero solo la cara. Con gesto serio, comenta que no sabe mal y el padre no dice nada. El chico pregunta si quiere una de esas tarjetas para la tele, y tampoco a esto contesta una palabra.

Aparecen dos enfermeras empujando una camilla. Con ellas, una pareja de ertzainas. El paciente se incorpora y bromea a carcajadas desde el ascensor, enseñándonos los restos de una dentadura mala. Los policías le escuchan sin inmutarse. Ellas sonríen y, un segundo antes de que la puerta se cierre, le desean a voces que le sea leve. Entre risas desaparecen, pensando quizá en el único enfermo que las echará de menos.

Afuera es de noche. Me veo en el cristal de una máquina de vending y descubro a la chica, a la mujer, al hijo y al preso. Sé que yo seré todos algún día, que agarraré con fuerza mi carpeta, que recibiré una llamada que me hará llorar y que querré tener tiempo para decir otras cosas, y esos reflejos atraviesan esta sala de alivio y miedo, donde la vida espera a saber qué dirección tomar.

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