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GALICIA: LA VÍA LÁCTEA DE LA SAUDADE (XXIV)

De Coia a San Simón, las voces y los ecos de la memoria íntima

Isla de San Simón

Cuando pienso en Vigo pienso en el mar. Cuando pienso en Vigo pienso en la infancia. Cuando pienso en Vigo pienso en la inocencia. Cuando pienso en Vigo veo en primer término a mis padres, Ángel y Adelina, y en mis abuelos maternos, Emilia y Benigno, y paternos, Josefina y Ángel, y en mis hermanos: Miguel, Ángel, Eduardo y Marta, y en Ángel, que murió ahogado en un pozo antes de que yo naciera, y en mi tío Alfonso, ahogado también, pero en la Ría, y cuyo cadáver nunca apareció, y en el nombre que heredé para que de alguna manera viviera a través de mi propia vida.

Ningún lugar mejor que Coia, donde nací, para recordar el resplandor de la radio y las voces que eran toda una biografía sonora, capaces de suscitar emociones, porque no eran planas, anodinas, opacas. Voces como la de Matilde Vilariño, “leyenda del cuadro de actores de Radio Madrid”, que estaba con mi madre, en la intimidad que proporciona la atención más absoluta, cuando volvíamos del colegio y la tarde empezaba su lento declive. Matilde Vilariño acaba de morir en Madrid, donde hacía poco había cumplido cien años. Era una de las voces con las que mi madre se evadía e identificaba. En esta noche tórrida de Coia recuerdo como si fuera una amiga invisible a Matilde Vilariño. Con ella muere una parte de mi infancia.

Vuelvo a Vigo y no puedo dejar de evocar los tranvías que siempre asocio a algunos de los episodios y paisajes más felices de mi infancia, porque eran como porteadores de otro tiempo, no solo de nuestra condición de niños que empiezan a asomarse al gran misterio de la existencia, del viaje, del colegio, del aprendizaje, de los otros, de las niñas y el secreto que escondían, del deseo, sino porque su imagen en días de lluvia o ascendiendo hacia Peniche o en Urzaiz (entonces José Antonio), iluminados, forman parte de un recuerdo incandescente como la primera vez que di un beso en los labios y el papel de fumar se convirtió en pavesa de carne, en un acontecimiento tan extraordinario o más que la Primera Comunión. Confirmo con cierto alivio que mi memoria de las líneas que más frecuentaba (la 2, la 5 y la 9) encajan con el lugar en que vivía en el año 1968 (en el número 55 de la calle de Núñez de Balboa, en la casa de la abuela Emilia), cuando tenía diez años, y se pone abrupto fin a la historia de los tranvías de Vigo.

A la izquierda, Alfonso Armada niño. Archivo Alfonso Armada

De izquierda a derecha, Ángel, Miguel, Eduardo y Alfonso. Archivo Alfonso Armada

Como mi madre, tampoco las tías, sus hermanas, quieren recordar. Aunque después, cuando rompan a hablar, recuerden y rían con el talento acreditado que atesoran. La tía Tere es la que menos quiere volver a indagar en el tiempo que pasó. Pero todas (ella, mi madre, la tía Mili, su prima Teresita, mis primos Clara y Jorge, que por azar aparecen en la terraza de Emilia, la más risueña de todas):

Emilia (la tía Mili): Cuando saques fotos déjame esconderme.

Teresa (la tía Tere): Yo tampoco quiero fotos.

Adelina (Lini, mi madre): Únicamente que pongamos una careta, entonces puedes sacarnos…

Y todas ríen, que es algo que hacen con frecuencia, en sus conversaciones, sus partidas de parchís. Nonagenarias, viudas, las tres viven solas, lúcidas, memoria de una época.

Tere: No le interesa a nadie nuestra historia. No tenemos nada que contar…

Mili: Tenemos que ayudarle algo…

Jorge: Ya que están aquí las hermanas. Voy a decir una cosa que me contó la tía Clarita [la hermana mayor, ya desaparecida], que seguramente será cierto. Me contó cuando a la abuela le mandaron quitarse el anillo de oro, de su boda… Llamaron a la puerta y se presentaron dos militares, con los fusiles. Y le dijeron: “doña Emilia, tiene que contribuir a la causa con el oro”. Fue a su cuarto y cogió unas cadenas de oro. Le preguntaron si no tenía nada más. “¿Seguro? ¿Y el anillo que lleva ahí?”. “Pero si este me lo dio mi marido”. “Pero doña Emilia, nos lo tiene que dar. Mire que nosotros sabemos dónde trabajan sus hijos”. Así se lo dijeron, y entonces la abuela, como no estaba el abuelo Benigno en casa, les dio el anillo. Y se fueron. Y cuando regresó el abuelo se puso a echar pestes de los militares, y acabó comprándole otro anillo…

Alfonso y sus inicios en la lectura. Archivo Alfonso Armada

Con sus padres y hermanos. Archivo Alfonso Armada

Mili, ¿tú en qué año naciste?

Mili: El 6 del seis del año 26.

Y tú, Tere.

Tere: Un día muy señalado.

¿El día de Santa Teresa?

Lini: El día de san Valentín…

Tere: El 14 de abril, el día de San Valentín… Del año…

Lini: Yo nací cuando la mujer empezó a votar, nací ese día.

Has cumplido noventa años. O sea que 90, 92, 95… ¿No está mal? ¿Y tú cuántos tienes, Teresita?

Teresita: 87. Yo nací el 26 del 11 del 34…

La conversación sigue muchos meandros, los recuerdos más antiguos, que se resisten a evocar de forma directa, pero que acaban aflorando, las fiestas, los novios, las pinturas, los zapatos, el colegio de las Teresianas, los tranvías…

Lini: Estaba la señorita Solís, que era muy recta.

¿Y pegaban?

Mili: No. Nosotras en nuestra clase éramos 26 o 27. Yo estuve hasta cuarto de bachillerato. Y aprobé.

¿Y tú, mamá?

Lini: Yo hasta tercero. Y Clara se hizo maestra.

Mili: Yo me hice enfermera. En el Pirulí en un verano cogieron a unas cuantas de Vigo, que si querían hacerse enfermeras. Y fuimos a Madrid y nos examinamos. Yo estuve con un médico, pero solo medio mes. Pero Fernando como era idiota…

¿Fernando, tu marido?

Mili: No quería que traballara a muller, nada, nada, nada, y me vine para casa. Y Carmiña que estaba soltera siguió trabajando.

Yo me acuerdo de que nos ponías las inyecciones.

Mili: Sí, yo ponía muchas inyecciones…

Y además lo hacías muy bien.

Lini: A papá le ponías las inyecciones.

Yo creo que la abuela era más liberal que el abuelo, y vosotras sois en general más liberales que los maridos, desde luego que el tío Fernando y mi padre.

Mili: Mi marido era muy antiguo.

Tere: Mi marido, Camilo, era muy distinto.

Jorge: De hecho, mi madre fue una de las primeras mujeres que se sacó el carné de conducir en Vigo. 

Y tú, tía Mili, cuando aprendiste a conducir, ¿tu marido no te puso problemas?

Mili: No. Me vendió un coche mi hermano Juan José, y entonces a Fernando le entró el gusanillo y fue a aprender él…

¿Entonces aprendió después que tú?

Mili: Sí.

¿Y cómo conociste al tío Fernando?

Mili: En el Mercantil, bailando. Al Mercantil íbamos una vez a la semana. Estaba donde está todavía, en la calle del Príncipe.

¿Y dónde trabajaba?

Mili: En el Instituto Nacional de Previsión. En el Mercantil le conocí, y después empezamos a salir. Yo tenía otro novio que se llamaba Cameselle.

¿Y qué pasó?

Lini: Que era muy tacaño.

Mili: Tenía un almacén de vinos en las Traviesas. Y algún sábado se iba a cazar y yo me quedaba aquí todo el día. Me acuerdo de que un día venía por ahí gritando: “¡Miliiii!”. Y dijo mi madre: “¿Pero quén é ese?”.

Lini: Yo me acuerdo de eso, sí.

Tere: Yo me acuerdo de que un día en que llevabas otro traje te dijo: “muchos trajes tienes”. Y dijo mamá: “Ese mozo non me justa que parece un tacaño”.

Mili: Lo dejé.

Elefantes: el descubrimiento de África Archivo a.a.

¿Y tú dónde conociste a papá, que no me acuerdo?

Lini: En la boda de esta.

¿En la boda de Tere con Camilo?

Lini: Estaba invitada la familia.

Tere: A mi boda fue mucha gente.

Lini: Sí señor.

¿Y tú cómo conociste a Camilo?

Tere: En el tranvía que iba a Playa América.

¿El de Baiona?

Tere: Sí. Él iba con un danés que estaba hospedado en su casa, un chico alto, muy guapo.

Tere: Hubo muchos.

La risa de Mili resuena como una orquesta siempre al fondo, alegre y luminosa como la tarde, que va declinando suavemente sobre los árboles de la casa de la abuela, los segmentos heredados, algunos trabajados, otros asilvestrados, el polígono, y la ría, que se ve desde el extremo de la terraza.

¿Vosotras, tú y la tía Mili os casasteis juntas, el mismo día?

Lini: Sí.

En Coia.

Mili: Sí. En la iglesia vieja de Coia…

Teresita: Que luego se convirtió en una ferretería.

Jorge: Yo me acuerdo de don Isaac…

Mili: Don Isaac era estupendo.

Lini: Don Isaac era un santo, y era mi director espiritual.

Aparece Clara María, la hija de la tía Clarita, la hermana de Beni y José Antonio, la prima más mayor de la hija mayor de Emilia y Benigno.

Estamos intentando revivir los viejos tiempos.

Clara María: ¿Cuáles?

Teresita: Los del siglo pasado.

Las gaviotas se suman a la reunión de la memoria con sus gritos en el alto cielo. El peral de San Juan, inmenso. Y el ciruelo japonés, siempre a rebosar. Y el castaño. Y el nogal del columpio. Y la higuera llena de brevas, y el espantapájaros con latas unidas que había hecho la abuela.

Mili: Era un invento de la abuela.

Yo siempre intento mantener la ficción de que entre todos nosotros, los primos, teníamos una amistad, unos lazos, un tiempo compartido, indeleble, que era un patrimonio inalienable, el más precioso, esa patria llamada infancia de la que todos acabamos desterrados.  

Todas las tías coincidieron que la abuela Emilia dejó de tener interés en la vida y se dejó ir. No quería ser una carga para nadie. Y se apagó sin estridencia, con la elegancia de una mujer que era parte de la tierra, del ritmo de las estaciones, del movimiento del fuego, del viento que habla a través de los árboles, de los ciclos de la vida, que conocía el lenguaje de los animales, que era capaz de enterrar a una camada de gatos recién nacidos, celebrar la matanza del cerdo sin el menor asomo de crueldad, dar de comer a las gallinas, cocinar, limpiar, cavar, recoger la cosecha, atender a su marido, coser, regalar galletas de coco a los nietos, ser sombra y luz, rezar, estar.

Trazo una prolongación desde uno de los vértices del triángulo escaleno de mi infancia Camiño da Raposa abajo, hasta la casa de don Camilo Veiga, el fundador del Círculo Mercantil, el gran amante de la ópera, el abuelo de Jorge, Begoña, Marité (Teresa) y Camilo (Álvaro). Puri y Lita me invitan a sentarme a una mesa en la parte trasera de la casa, a resguardo del mundo.

¿Y esta casa de qué año es?

Lita: De principios del siglo XX. Era de mi abuela, que se llamaba Purificación Román Alonso. A mí me tocó el de mamá, Delia.

Cómo estaría Coia en ese momento.

Puri: No había nada. El padre de la abuela era el escribano de la iglesia. Nuestro bisabuelo.

Lita trabajó de secretaria de su hermano Camilo, que casaría con mi tía Tere, y fue muy amigo de mi padre Por eso trataste mucho a mi padre, por los barcos. Y además mi madre conoció a mi padre en la boda de Camilo. Y era muy amigo de Camilo, se llevaban muy bien.

Lita: Nosotros llevábamos la contabilidad de Astilleros Armada.

Imágenes del astillero paterno. Eduardo Armada

Compruebo que el astillero familiar remonta su origen a 1924, cuando fue fundado por Ángel Armada Armada, carpintero de ribera, que desde sus inicios se dedicó a la construcción naval y a reparaciones de buques pesqueros, cascos de madera airosa, muy marineros. Leo que entre los que se fletaron en aquellos años iniciales figuran la pareja formada por Felisa Rodal y Rodal Barreiro, entregada en 1935 y 1936, de propulsión diésel, que actuaron durante la Guerra Civil como minadores al servicio de la Marina de la República con base en el puerto de Ribadeo. Fue en 1944 cuando se construyó el transbordador Morrazo, encargado por Vapores de Pasaje y Turismo, dedicado a viajes regulares y turísticos por la Ría, seguido del buque Ciudad de Vigo, en 1946. En la memoria del astillero que fundara mi abuelo destaca también el Lixeiriño, en 1962, que fue la primera embarcación de recreo que salió de las vías de Armada…

Lita: Tu padre empezó jugando al fútbol. Entre los jóvenes de Bouzas era muy famoso, primero como buen futbolista. Recuerdo cuando subían desde Bouzas los muchachos por el Camiño da Raposa para verlo jugar en el campo de Coia. Entonces no había campo en Bouzas.

Yo recuerdo cuando pasaban ovejas, y carros de bueyes por la Raposa. ¿Y llegasteis a ver raposas?

Lita: No, pero la última raposa que hubo en la Raposa fue muerta ahí, en el camino. La mató, contado por mi madre, un vecino que tenía una escopeta. Antes ahí había una puerta y un gallinero, y la raposa entró a por las gallinas, y comió tantas que no pudo salir

La codicia y la gula mataron a la raposa. Fue la última raposa de la Raposa.

Pensaba en aquellos días en que íbamos a jugar a casa de Papá Camilo, entre aquellos magníficos libros ilustrados, minerales, escotas, piolets, grampones, botas, sombreros, visores de filminas en 3-D, trenes… Pero se hizo tarde. Hace mucho tiempo que se hizo tarde para todo. No querías tener a tu madre esperando con la comida hecha y enfriándose, como tan a menudo pasaba con tu padre. Y perdiste interés en volver a ver aquel cuarto de las maravillas, del que, además, tanto Puri como Lita dijeron que no quedaba nada. Y ni siquiera te tomaste la molestia de pedir que, a pesar de todo, te lo mostraran. Mejor dejar la memoria. Intacta.

La ciudad es más y menos que nosotros. La ciudad abarca y desnuca. La ciudad no tiene más alma que la que acaban destilando e impregnando los que la convierten en lugar, muelles, grúas, casas, huertas, bancos, comisarías, mercados, escuelas, cementerios, bibliotecas, bares, kioscos, juzgados, tiendas, iglesias, astilleros, oficinas, despachos de loterías, prostíbulos, hospitales, cines… La ciudad que fue haciéndose alrededor, encima, junto a, de espaldas al mar es la que nos lleva y nos trae en nuestro esfuerzo agotador por ser, por darle sentido a lo que tal vez no lo tenga.

Bajo por San Juan de Dios hasta Tomás A. Alonso. Y pronto acabo tras un fácil zigzagueo en Beiramar (la Orillamar de la infancia). Primero la calle Jacinto Benavente, por la fealdad hermosa de las naves abandonadas y los tinglados, que conviven con los talleres y conserveras todavía activos. También por los desdichados que van a recoger el primer almuerzo del día en una caridad que en esa calle abre sus puertas. Está también el olor inconfundible que a mí no me molesta, porque remite a un cierto óxido de pescado, una acidez hecha de herrumbre acuática y procesos de conservación de los frutos del mar. Están los camiones incesantes y los operarios que salen de grandes naves cavernosas donde hay máquinas inquietantes que no sé muy bien para qué sirven, alguna conservera que resistió la marea en contra, y grandes complejos frigoríficos ahora deshabitados, donde llegó a haber fábricas de su propio hielo que pasaban en bloques sobre los coches de la avenida de Beiramar e iban directamente a la bodega de los congeladores que partirían al Gran Sol, a Terranova en Canadá, a los mares del sur, a Luanda, a las Malvinas, al Cabo de Buena Esperanza que vi filmado por mi tío Juan José en super ocho...

El edificio que antes fue cárcel de San Simón. Faro

La belleza de la muerte. Lo que los paisajes esconden. La isla de San Simón era para mí uno de los reclamos más poderosos de esta ría que mi padre tanto navegó. Formaba parte de los secretos de la infancia de los que jamás se hablaba. El señor Ricardo no era más que una sombra fugitiva en mi recuerdo, todo lo contrario que Gumersinda, Sinda, su mujer, que era como una tercera abuela, la que más se mezcló con nuestras vidas. Una ama, una criada, una vigilante y al mismo tiempo una figura temible y maternal, y que no respetábamos todo lo que debíamos porque su cuerpo y las muchas capas de ropa tenían un olor que no era el de nuestro mundo. El resentimiento clasista de los niños. Aunque nuestra familia había prosperado había siempre un vínculo tan fuerte con la tierra y con el mar que yo siempre sentía que no pertenecía a la misma clase social que mis compañeros de Montecastelo. Era como si nuestros padres se encargaran siempre de recordarnos de dónde veníamos, cuál era nuestro origen.

Ir a San Simón forma parte de esa memoria que no es histórica en el sentido sectario del término en el que se disimula que se pretende negar la derrota y reescribir lo que pasó. Hoy en los paseos, en el puente, en los edificios recuperados de San Simón, en el lazareto, en todos los estratos de su historia, reconozco una necesidad de saber y de pensar. Y por esa senda marina se reaviva un maravilloso recuerdo muy antiguo, una emoción para la que nada ni nadie me había preparado. Empecé a devorar de forma compulsiva todos los libros de Julio Verne y así acabé siguiendo las peripecias del capitán Nemo a bordo del Nautilus en Veinte mil leguas de viaje submarino. Lo que no sospechaba cuando me embarqué en esa aventura que de la mano de Verne acabaría repostando tesoros (para financiar a los que luchaban contra el imperio británico) nada menos que en el estrecho de Rande, mucho antes de que el puente lo salvara. Fue uno de los grandes descubrimientos asociados a la literatura, cómo Vigo y los galeones hundidos en su ría podían forma parte de una de esas novelas que acaso nos marquen para bien y para siempre. Ahora, su figura de hierro camina como un Cristo de la imaginación sobre las aguas de Rande, no muy lejos de la isla de San Simón, donde una escultura de Sergio Portela homenajea a Nemo (“nadie, en latín”), al Nautilus y a su tripulación. Y no lejos del Náutico, un Nemo domador de grandes bestias marinas se deja retratar sobre los tentáculos de un pulpo.

Coto Wagner, memoria del wolframio. Abajo, playa de Alcabre. Alfonso Armada

Entre los tesoros que dejó mi padre, un gran libro de Xosé Luis Méndez Ferrín publicado por Ir indo, Vigo, fronteira do alén. Muchas diferencias políticas separaban a mi padre del autor de Con pólvora e magnolias, pero yo sé que el gran poeta y afiebrado político elogió en más de una ocasión a mi progenitor por haber bautizado su balandro con un nombre plenamente gallego, Chuvias, y con él hacerlo navegar y darle renombre por numerosas aguas en las que el buen patrón que era mi padre lo hizo atravesar el primero la línea de meta en centenares de regatas. Su Diálogo de Lampetusa y Sponsor. Sobre la cara y el envés de la ciudad de Vigo, con el que arranca Vigo, fronteira do alén, es de lo más ardiente y de lo mejor escanciado y de lo mejor recordado y visto que uno se puede echar a la cara si quiere ver y reconocer esta ciudad tan inconcebible. En sus primeros compases Lampetusa, “una dama de edad indefinida, en cuyos ojos grises brilla la luz de la experiencia” y Sponsor, “un joven activo, de pronta respuesta”, que se pregunta si Vigo es una ciudad. A lo que responde la lúcida dama: “habrá que afirmar que Vigo es mucho más que una ciudad”. Y añade: “todo lo que en Galicia hay de nuevo y creativo ha nacido, en la época moderna, en Vigo”.

Con ellos regreso a la memoria de los padres, la casa de la abuela Emilia, la ciudad que es un enigma, con sus grúas como balanceando sobre nuestro cerebro de antracita y cuarzo la cuna donde nacimos, y el nicho donde dormiremos junto a Martín Codax el sueño eterno que el mar de Vigo vela.

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