Faro de Vigo

Faro de Vigo

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

GALICIA: LA VÍA LÁCTEA DE LA SAUDADE (XX)

Donde muere el Miño nace el mar: A Guarda

12

Donde muere el Miño nace el mar: A Guarda Alfonso Armada

He querido dormir en los lugares de Galicia por los que había pasado como alma que lleva el diablo. O porque mi casa, la de mis padres, estaba a un tiro de piedra de un automóvil con suficiente gasolina para no tener que preocuparse por la noche y por la hora. No saber conducir y por lo tanto no contar con vehículo propio tiene la ventaja de verse impelido a medir mejor el tiempo, las distancias, las opciones vitales a una escala completamente distinta. A depender más de los demás. A medir tus fuerzas. A quedarte más tiempo en los lugares. A pernoctar en ellos.

He querido pasar la noche en hoteles, hostales y pensiones de todo el país como un perro que ha marcado literalmente su territorio, un perro inconstante, no siempre atento, a veces eufórico, otras melancólico, ensimismado, consciente, perplejo, cansado.

Villa en Melgaço A.A.

No estaba previsto, en el plan del viaje, atravesar la frontera con Portugal, a pesar de que Caminha, la deseada, acabaría frente a mí en una de las estaciones obligadas del camino de retorno al país natal. En Melgaço se abre paso una impresión de súbita felicidad por estar de vuelta en el país al que quiero pertenecer, el que me gustaría que fuera mi país natal, descubrí que mis informaciones eran del todo inciertas. El único autobús que cubría la ruta hasta Monçao o Valença do Minho había partido hacía más de dos horas, y hasta el día siguiente no había otro. Podía optar por cruzar el puente con Arbo, algo más adelante; hacer noche en Melgaço, o recuperar la vieja afición por el auto-stop, que me había llevado al final de la adolescencia hasta Copenhague. Opté por la tercera opción. Decidí contar quince carros y si no paraba ninguno me echaría a caminar. No llegué a los diez. Me paró un muchacho que trabajaba en una viña de albariño portugués, y me llevó bien lejos de las afueras de Melgaço, hasta una encrucijada. Pero era un comienzo de lo más prometedor. Recorrí un kilómetro arrastrando mi lastre en forma de maleta para buscar una recta segura para los automóviles, para que tuvieran tiempo de verme y activar su conciencia, y con sombra. Volví a hacer cuentas. Si no paraban uno antes de cincuenta volvería caminar. No llegué ni a una docena.

Calidoscopio, el puente entre Valença y Tui A.A.

Era un hombre más viejo que yo que conducía un coche alto y potente. Iba a su país natal, Fátima, al entierro de un amigo de 63 años arrebatado por la Covid. Pasaría por Valença, donde enlazaría con la autopista. A los 16 años abandonó Portugal para irse a trabajar a Francia donde se casó con una compatriota de Melgaço que también tenía 16 años cuando entablaron relaciones. Tuvieron dos hijos y viven cerca de París. Ha superado dos cánceres y una cirugía del corazón en la que los riesgos no eran pocos. “Pero todo eso pasó”. Se llamaba Joaquim y tenía 73 años. En Valença do Minho, en mi estimado y deseado Portugal, no solo disfruté (en el restaurante Delicias do Minho) de una de las mejores comidas del viaje, un bacalhau frito con patatas de prodigiosa ternura, sino que compré el diario Público de esta quinta-feira. Fui todo lo feliz que se puede ser en la tierra. Con la inesperada contribución de la bondad de los desconocidos, como Joaquim.

Delicias do Minho en un restaurante de Valença A.A.

En Público encontré un cuestionario Proust en el que Margarita Cruz, directora general de Acreditar (Padres y amigos de criaturas con cáncer), en la que confiesa que si hubiera vida después de la muerte le gustaría volver a ser ella misma, y si tuviera que ser alguien diferente le gustaría ser un río. (Si esto sirviera para hablar del río, se titula el poemario que mi amigo Gonzalo Sánchez-Terán compuso durante los largos meses de la pandemia). Y me pareció una de las respuestas más hermosas que se pueden dar, justamente hoy, que he cruzado dos veces el mismo río, el Miño, de Galicia a Portugal en Pontebarxas, de Portugal a Galicia en Valença do Minho.

Tirando de mi castigada maleta, cada vez más pesada, avancé hasta la antigua frontera internacional, mi primera linde, la que atravesé en noches de lluvia (pero también en días soleados como el de hoy) en el Citroën Tiburón de mi padre: PO-24842, capicúa. Hay números que solo olvidaré cuando pierda la cabeza. Con él practicábamos un contrabando rasante, sin malicia, y siempre con mercancías para uso, nunca para comerciar. Desde café Sical y vinho do Porto hasta unos raros picaportes, con los que llenamos los bajos del asiento trasero en el que íbamos nosotros, cómplices, que debíamos mostrar nuestras caritas más inocentes para que los guardinhas y los civiles no desconfiaran. No fueran a empeñarse en registrar el Tiburón a fondo.

La frontera, el puente de hierro, sus sombras en el suelo y el río, la celosía que forma el trenzado metálico, son más que una metáfora. Pero hay que tener mucho cuidado con la belleza de los sitios, con la galanura y la melancolía de los convoyes, pues muchas de esas saudades parten del desconocimiento o el deliberado olvido de la historia, de los crímenes y crueldades que se cometieron en ellos o con ellos. Y que no embellece la estampa de los puentes, que tanto enmascaran, sino todo lo contrario. No saber no exime.

Calidoscopio, el puente entre Valença y Tui A.A.

En Tui cogí el autobús de A Guarda: para escapar de un calor insufrible, pero también porque tenía la certeza de que en esta última ciudad el sur gallego tenía que pasar al menos una noche (lo que no hice, y fue un error, en Ribadeo). Retomo la mirada de Ramón Otero Pedrayo que, en su parte de Los Gallegos, la enciclopedia en un tomo de un país, hace una síntesis geográfica y al referirse al ‘sistema Miño-Sil’, cuando se va aproximando a su final, escribe: “Después de Arnoia, el Miño se rejuvenece en la lucha con las rocas, haciéndose a veces de aspecto e ímpetu torrencial entre grandes peñascos. Y empieza su curso galaico-portugués como los Cancioneros. En Portugal, el Miño caracteriza una antigua y clásica provincia verde, campesina, florida, la más bella en opinión de algunos grandes escritores como el genuino ‘Camillo’… Desde Arbo y Salvatierra es el río ancho de pausadas curas, de márgenes eglógicas, hermosos playales, que entre las colinas decoradas por Valença y Tuy entra en el calmo estuario rindiéndose al pie del hermoso castro o facho de Santa Tecla. Villas y aldeas paralelas lo jalonan, el rumor del río llena el valle próvido; el clima es dulce, propicio al naranjo y al olivo y a los hermosos huertos entre los que fulguran los antiguos contornos de Tuy… (…) El río al tornarse amargo entre Camposancos –un barrio de La Guardia– y la portuguesa Camiño prolonga largas islas de arena como midiendo la fuerza de la corriente”.

Yo no sabía que sabía. Que tenía que subir a pie al Santa Trega (lo que nunca había hecho. Y bajar a pie. Y hacerlo a solas. Por eso al final no llamé a mi amigo Manolo Jorreto, que vive en O Rosal. Por experimentar esta peregrinación a solas, en silencio, y también por no volver a enfangarnos en la disputa política. Y mañana recorrer la costa por la orilla desde el muelle hasta la desembocadura del Miño en el Atlántico, en el Camposancos del que habla Otero Pedrayo.

Fui por las piedras, por los cauces secos, por las escaleras, por las sendas. En uno de los miradores sobre el mar abierto, a contraluz, vi a una muchacha negra, aparentemente sola, de no más de once o doce años, ejecutando como una gimnasta olímpica, una danza sutil encima de un muro, con los pies desnudos y una pluma de ave en la mano. Se sorprendió al verme. Le hice un gesto amigable con la mano, en silencio, y, tranquilizada, respondió. Seguí mi camino hacia la cumbre.

Había gente en el castro, como indígenas. No serían más ignorantes que muchos de nuestros contemporáneos con sus teléfonos portátiles. No pude, a la vuelta, hacer una foto de una familia que había subido en traje de baño, abrigados con las toallas, del frío que siempre surge como un pañuelo de seda áspera cuando el sol se desvanece y uno sigue apenas vestido con esos disfraces que solo favorecen a las modelos irreales que pueblan el capitalismo del deseo. Parecían tan o más indígenas que los que habitaron esta citania que es nuestro pequeño Machu Pichu. El mejor balcón sobre la mar infinita. Vemos cómo el Miño se deja seducir por el mar, y las tierras colindantes, en una suerte de cómplice abanico de desistimientos.

Una de las estaciones del via crucis de Vicent Mengual A.A.

Subí a las dos cumbres que coronan el Santa Trega, el llamado Pico Facho, de 328 metros, y el San Francisco, de 341, e hice fotos del Via Crucis, obra del escultor valenciano Vicent Mengual: la presencia de nuestra religión es constante en todo el país, a pesar de nuestro ferviente, contumaz descreimiento. Hice fotos de la luz a punto de desvanecerse después de haber caldeado las piedras de la ermita dedicada a Santa Trega, capilla de la que se tenía noticia desde el siglo XII, aunque fue reformado y ampliado en el XVI y XVII, con un cruceiro de San Francisco que datan en el XVI y que recuerda la presencia de esa orden en la comarca.

Las sombras del final del día en la ermita dedicada a Santa Tegra A.A.

En esas cumbres, en esas soledades, y pese a la presencia constante de muchos otros, aparentes turistas como yo, estaba siempre a la vista de mis ojos la villa de Caminha, a la otra orilla del río, la ciudad en la que estoy pensando en asentar por fin los huesos y los libros, el porvenir y las saudades. Busqué un promontorio desde el que se viese Caminha sin interferencias visuales ni sonoras, la desembocadura donde se mezclan las aguas dulces y salobres, y el Atlántico inconmensurable, del que nunca me canso. Intento vislumbrar en el pensamiento lo que quiero plasmar en el papel. ¿Por qué esa necesidad del mar?

Llamo en mi ayuda al Manuel Antonio de De catro a catro, que en su poema ‘Adeus’, de alguna forma, me salva:

“...Antre a calima

...traspondo o meu ollar

...esquivou-se o velamio

...Deixou-nos a badía

chea d’a sua ausenza

e a mañán sin perspeitiva

...Agora en terra

...arredado de mín mesmo

por un oucéano de singladuras

...o vento da Ría

vai virando a folla de cada emoción

... –O Sol indiferente

...Sirena augardentosa d’os vapores

...Un retrayo de fume

n-o rompeolas d’o paisaxe

...Os engranaxes d’a grua

esmoen a mañán morna–

...Debaixo d’os meus pasos

xurde o ronsel d’a Vila natal

...Ela c’os seus brazos cheos de sono

teima salvar-me d’un naufraxo antigo

...E os meus ouvidos incautos

queren dormir n’o colo

d’as cantigas vellas

...Eu cacheaba todol-os segredos

d’as miñas mans valdeiras

...porque algo foi que se perdeu n’o Mar

...alguén que chora dentro de mín

por aquel outro eu

que se vai n-o veleiro

...pra sempre

....coma un morto

c’o peso eterno de todol-os adeuses.

¿Qué fue lo que se perdió en el mar acaso una mañana sin perspectiva? Según Manuel Antonio, debajo de sus pasos, que hago míos, surge la estela de la villa natal. ¿Es ella la que, con los brazos llenos de sueño, como cansada de acunar una ausencia, intenta todavía salvarme de un naufragio antiguo? ¿Tan antiguo como la infancia? ¿Tan antiguo como la juventud?

Cuando le pregunté a la recepcionista del hotel:

—¿Cuánta distancia hay hasta la cima del Santa Trega?

me respondió:

—Es cuesta arriba…

El mar no se puede resumir. Este Atlántico, siéndolo, no es concreto. No se explica. Es. Al margen de todos nosotros. En su inmensidad y en su belleza, existe al margen de nuestra conciencia, de nuestras cámaras y de nuestros adjetivos, de nuestra admiración. Hay quien considera que deja de existir cuando desistimos, dejamos de estar en este mundo. Una conciencia política basada en la percepción, la biología, más que en la ética. Muchos condenan los abusos a los que, a su juicio, estamos sometiendo a la tierra, y entienden que el desarreglo climático es la respuesta del planeta, su forma de contestarnos. ¿Acaso no vivimos la vida y aprovechamos las comodidades que nuestra ambición produjo? La inmensa mayoría de los que me acompañan en este arrebatador crepúsculo en lo alto del santa Trega han subido en automóvil y bajarán en automóvil. ¿Cuántos son los que suben a pie, como yo, y cuántos lo que nunca tuvimos un coche, y ni siquiera saben conducir? Yo no voy a predicar desde este castro batido por los vientos. Y me voy a callar delante de este mar que es un océano, delante de este río que en Caminha es como un prólogo del mar al que se entrega mansamente, que es su muerte, sin estridencias, sin la menor resistencia. Lo único que ahora quiero es contemplar este final del día con el mismo asombro que seguramente mostraron los habitantes de esta citania.

Un paseo por las nubes | Monte Santa Trega: 360º de belleza natural

Un paseo por las nubes | Monte Santa Trega: 360º de belleza natural IMÁGENES CEDIDAS

Pero si ayer fueron las cumbres, los cielos, donde los hijos de la cultura castrexa levantaron citanias tan asombrosas como la del monte santa Trega, esta mañana quería acercarme a la desembocadura del Miño en el mar Atlántico a pie de obra, a ras de agua. Tuve suerte en el orden de los factores, porque había amanecido con un tejado de niebla fantasmal sobre A Guarda y su monte sacro.

Si no me falla la memoria, sólo había estado una vez, de niño, en la playa de Camposancos, en una excursión organizada por el colegio Montecastelo, y quería bañarme por segunda vez en esa playa en la que el mar ya transfigura las aguas del país de los ríos gallegos, tan presente en este viaje, en agua salada. Me cruzo con quienes madrugaron mucho más que yo. Por entre los jirones de la niebla van apareciendo todas las construcciones que ayer observaba con una mezcla de envidia y lástima de las cumbres del Trega. Porque la mayor parte de ellas son ejemplo de la fealdad que en este noroeste peninsular se cultiva sin freno, una pandemia en prácticamente todo el litoral. Como si nos hubiéramos empeñado en emporcar concienzudamente la belleza natural con nuestras manos codiciosas. Lo cual no acaba de enmendar el asombro ante uno de los más hermosos santuarios del país. Esa desembocadura es donde la realidad y la imaginación, la historia y la naturaleza, la materia y el espíritu casan para que nos ponga un dedo en los labios lo inabarcable. En el monte santa Tegra somos niños privilegiados, dueños de un paisaje que parece desplegarse delante de nuestros ojos por primera vez, como intacto desde la noche de los tiempos.

La citanía de Santa Tegra A.A.

Cuando hacemos la ronda a orillas del mar somos más pequeños. El mar está ahí, al alcance de la mano, latiendo tras las rocas, contra ellas. Y comienzan los vestigios, las salinas, los molinos, las casas, las chimeneas de viejas fábricas que ya no echan humo, construcciones ilegales, el puente de mando surrealista de un pesquero naufragado en una huerta, mansiones hermosísimas como la que surge antes de llegar a la punta, como un faro-fortaleza y su cruceiro como una suerte de conjuro contra los demonios, mientras en la finca fronteriza una piara de jabalíes oscuros y rebozados en polvo duermen camuflados, y mas allá un indígena al que por error de una timidez mal encaminada no interpelé (a la vuelta ya se había recogido) y que empleaba algas como estiércol para su huerta-jardín sin casa. Así llegamos donde da la vuelta la tierra, el paisaje, el mundo, y leemos acerca del Tratado de Límites que se firmó con Portugal el año de gracia de 1864. Y acerca de la isla en medio de la desembocadura, como pastoreando el encuentro del padre de los ríos gallegos con el océano que bate en sus costas y donde cada noche, para pavor de nuestros antepasados, se entierra el sol y reproduce el fin del mundo. La isla, portuguesa, con su fuerte de la Insua, que es el que da la nombre a la tierra varada como vigía, es monumento nacional desde 1910, tras sus inicios como convento franciscano y que durante años fungió como reducto militar.

“En canto a costa da Guarda, pese a estar deteriorada, coma todas as do mundo, tivemos a sorte de ter poucas praias e de estar mal como segunda casa na beira do mar. De Baiona á Guarda é un seixal ou rochas grandes e as casas que se fixeron están mirando ao mar, pero a uns centos de metros del”, escribe a petición mía mi querido Manuel Alonso Macías Jorreto, que no se encorajina por no haberle llamado, pese a que antes de emprender el viaje había prometido hacerlo. “No Rosal está o núcleo de Portecelo, que medrou bastante con construccións ilegais nos anos 80 e 90. Derrubaron algunhas hai 12 anos na zoa das Loucenzas, pero incluso na praia de Area Grande non se nota unha gran presión urbanística. Eso tamén se ve dende o porto a Camposancos pola senda peoníl. Logo da depuradora so está a casa dos porcos vietnamitas (que yo confundí con jabalís), e na praia sigue o hotel de sempre e as construccións están algo alonxadas e camufladas polo pinar. Hai dúas urbanizacións grandes, na Armona e no antigo colexio dos Xesuitas (que por certo esa si que é unha boa historia). Peor sorte ten a costa portuguesa ondee medraron máis os pueblos e algún, coma Ancora, Afife, o fixeron de forma mediterránea”, que contradice algunas de mis impresiones recogidas a un lado y otro de la frontera.

Anoto los nombres de las aves que se pueden avistar en estas tierras y en estas aguas, en su propio idioma, que es el que habla el viento cambiante de aquí: o corvo marino, a gabita, a pillara cincenta, a gaivota clara, a garzota, a mazarica o zarapito, a pillara riscada… Y antes de la desembocadura propiamente dicha y de la playa que es mi punto final, mi destino, el sorprendente piñeiral castrexo, que recuerda las intervenciones forestales de Agustín Ibarrola en los bosques vascos. Lo que aquí se hizo con pintura blanca en los troncos de los pinos fue reproducir los petroglifos encontrados en el castro de santa Trega: la esvástica, el nudo de Salomón, el disco solar, la espiral, el trisquel, el laberinto…

La marea está alta y la playa se ha encogido. Salió el sol, pero no hay nadie en el agua. No me queda mucho tiempo. Cuesta entrar. Los músculos se resienten del frío. Pero me meto dos veces en esa mar que fue río y que en este delta son marido y mujer, fundiéndose en una campiña líquida de nada tediosa belleza que ayer observaba entre vértigos desde el mirador del Trega y que hoy está enfriando mi cuerpo. En la otra orilla, esperándome, Caminha. Es curioso cómo el imán de Nemiña acabó siendo reemplazado por Caminha, Galicia por Portugal, mi país natal por un país deseado por no ser el mío, y suscitar acaso por eso menos desasosiego. Siempre la atracción por los contrarios, por la síntesis, por el encuentro que creemos ingenuamente que puede acabar por dar sentido a nuestra vida.

Antes de partir me acuerdo del cementerio marino, de Paul Valéry, y a él le cedo la última palabra:

 “¡Se alza el viento!… ¡Tratemos de vivir!

Cierra y abre mi libro el aire inmenso,

brota audaz la ola en polvo de las rocas!

¡Volad páginas todas deslumbradas!

¡Olas, romped con vuestra agua gozosa

calmo techo que foques merodean!”.

Compartir el artículo

stats