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Con muerte y sin carnet

Señalización de una autoescuela CATI CLADERA

Las carencias nos moldean igual que las capacidades. Yo no tengo carnet de conducir. Jamás sentí pasión por los coches. Ni siquiera como metáfora de libertad en la adolescencia. Siempre he sido más de estar que de ir. Me he pasado la vida quedándome.

La intendencia me ha permitido este pedestrismo. He trabajado al otro lado de la calle o a diez metros de la parada del autobús, en cuyos intestinos habito, leo y dormito. Por eso no entiendo la existencia como un viaje que uno elige a su capricho, sino como una delicada combinación de horarios, casualidades y trasbordos. Me domina la disciplina del reloj a la vez que me resigno a sus atrasos. Voluntad y destino.

Cuando mi mujer quedó embarazada, me abismé a lo inevitable, con una furgoneta atiborrada de trastos de bebé. Lo evité imponiéndome el más estricto minimalismo. Gestionaba el carrito como barquilla de globo aerostático o mochila de alpinista. En mis hijas he fomentado el placer de pasear. “Por vuestra salud”, les digo. Un legado que se me ha vuelto en contra. Mi primogénita, que debía ejercerme de chófer, ya me ha anunciado que ella tampoco quiere sacarse el carnet. Ha heredado mi imbecilidad.

Aprender a conducir era uno de mis habituales propósitos de año nuevo. Cumplidos los de dejar de fumar y perder peso, he considerado el porcentaje sobradamente exitoso. A mis 47, aún podría ser ese señor mayor del que cuchichean, entre la ternura y la sospecha, los otros alumnos de la autoescuela. Hace tiempo que no me concibo al volante. Calculo mal las distancias y me asustan los peatones, que en Vigo se avalanzan como vietnamitas emboscados. Confundiría los pedales. Las marchas me parecen el misterio de la Santísima Trinidad. De mi primer desplazamiento regresaría a casa con dos partes de accidente y tres certificados de defunción.

A lo largo de los años he elaborado un complejo corpus filosófico en mi defensa. Soy afable, austero y feminista gracias a mi inutilidad. Los seres más bondadosos se transforman al volante en el anticristo. He observado además que la culpa siempre es del otro. El más mínimo desliz provoca improperios atroces. Yo nunca he insultado a nadie que se haya tropezado conmigo por la calle; no digo ya que simplemente se me haya acercado de más.

He sido siempre el copiloto de mi esposa desde tiempos en los que mi asiento se conocía como “el de la mujer”. Los vendedores de los concesionarios, estando ella al lado, han insistido en detallarme las especificaciones técnicas; a mí, que no sabría encender un coche ni aunque me persiguiesen juntos los psicópatas de Viernes 13 y Halloween.“¿El maletero es grande?”, les preguntaba yo. Me he sentido etiquetado por mi género y atacado en mi masculinidad alternativa. He trabajado por el empoderamiento femenino; pasivamente, claro, que es también como lucho por el país y por la revolución. “Hable con ella” es mi proclama.

La equivalencia en el gasto de un coche me da para muchos taxis pero incluso así solo voy a sitios que realmente merezcan la pena. Y me porto bien con mis compañeros de oficina porque nunca sé quién se ofrecerá a llevarme. He construido una amplia red de colaboradores. A cambio, atiendo sus penas con mayor atención que un terapeuta. He aprendido a escuchar. Yo no sé qué monstruo sería con licencia de conducir; si acaso votaría a Vox.

Las limitaciones nos definen, o sea, e incluso pueden mejorarnos. El canal de National Geographic me atormenta desde hace semanas. Un científico anuncia que estamos cerca de lograr la inmortalidad. Al principio he temido que suceda al día siguiente de que fallezca. Luego he pensado en cómo sería yo en la impertinencia de la eternidad y me he arrepentido de desearlo. Con muerte y sin carnet; así me prefiero.

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