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“No tengo fe ni en nuestro dios, que es el único y verdadero”

San Judas Tadeo, patrón muy amado y venerado. | // FARO

Me fui a la misa de San Judas Tadeo en La Iglesia de la Venerable Orden Tercera del Carmen, conocida como Iglesia del Carmen de Abajo, ahí en el Arroyo de Santo Domingo salmantino. Lo hice por dar escolta a mi mujer, que tiene una fe utilitarista, no en Dios pero sí en San Judas, a quien ofrece dinero cada vez que va a vender un piso o un chalé. Pobre san Judas, abogado de causas imposibles, convertido por sus fieles hasta en agente inmobiliario. No era misa solemne pero casi porque la lectura la hizo un religioso con acento del Este y las primeras filas las ocupaban una docena de monjes capuchinos, africanos algunos, italianos varios, españoles el resto y, según mi mujer, de mucho merecimiento dos de ellos, a los que Dios debía tener según ella en su sección de modelos. Podían perfectamente desfilar con Adolfo Domínguez. Un cura joven, que se confundió en su oración de obispo y le dio por reír, oficiaba la misa, que contó con bellos cantos eclesiales interpretados por los monjes al calor de unas guitarras. Se respiraba paz, como si estuvieras en una isla de quietud en medio de la barbarie urbana, como pasa en la Colegiata de Vigo cuando traspones su atrio convertido en un patio de ebrios vocingleros.

Está bien ir a misa de vez en cuando, aunque yo prefiero las solemnes, de mayor ritual y más lujosa vestimenta. Como no tengo fe, me flipa el espectáculo escatológico y los oficiantes con vestidos que transciendan, como los modelos de la película “Roma” de Fellini. Soy un infeliz ateo pero cada vez coincido más con mi admirado Béla Hamvas, que dice de nosotros que somos tan pobres de espíritu que solo creemos en lo que vemos o se puede demostrar y que abandonemos la esperanza de acceder al reino de los cielos; que nuestra arrogancia es digna de compasión; que, en el fondo, el ateísmo es una enfermedad, la de la vida abstracta, y que el nombre de nuestro cerrilismo ateo es materialismo. O sea que solo nos puede salvar la bebida para lograr una vida iluminada.

Gente de pocas luces, dice él de nosotros, iguales o peores que los pietistas, obsesos por propagar la religión verdadera. Yo pietista nunca fui pero estoy dejando el ateísmo porque me parece un lugar común de estos tiempos de ”áurea mediocritas” en que las iglesias están vacías pero programas barriobajeros de acoso derribo y delación como “Sálvame” congregan legiones de seguidores. ¿Me van a echar en cara que me pase al bando de la fe alguno de los 27 millones de seguidores de la mujer de Ronaldo en Imstagram? ¿O los de su marido, que aún son más? ¿Quizás los que tienen al fútbol como su única iglesia? Llegados a esta altura, debo precisar que el san Judas de mi mujer es más creíble y de más alta veneración que, por ejemplo, la orina milagrosa de San Cucufate. Y nosotros lo pasamos bien en la misa. 

“No insista, caballero, porque yo ni siquiera creo en nuestro Dios, que es el único y verdadero”

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Mi colega Iglesias Viqueira, que anda fumando y tomando vinos por Baiona, me contó una anécdota de nuestro Urbano Lugrís, pintor casi autodidacta, bohemio y anárquico, poeta, ilustrador y muralista. Un día, acosado por uno de esos propagandistas de la fe que quieren salvar tu alma, zanjó la cuestión diciendo: “No insista, caballero, porque yo ni siquiera creo en nuestro Dios, que es el único y verdadero”. Esto de la fe es muy discutible menos para los que tienen fe. No precisan dar explicación alguna. Es como si un monárquico tuviera que darlas de la suya a uno de esos republicanos bajitos obsesionados por su fe en el voto del pueblo como principio y fin de todas las cosas. Ese voto que llevó a Trump o a Bolsonaro al poder, o a un tipo que parece consumidor de psicotrópicos como Boris Johnson. Nada, que me vuelvo a la fe. ¡Ah, mi mujer, ofrecida a San Judas, vendió al día siguiente un chalé!

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