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Siete mil golpes

Una persona sujeta un cartel durante las protestas por las demandas de vacunas en Pretoria, Sudáfrica

El futuro fue, desapareció. Si es que alguna vez estuvo aquí, conmigo... No es mío. Esto lo escribió alguien a quien admiro mucho, Josele Santiago, y es el comienzo de “Siete mil canciones”, un tema de Los Enemigos tan hermoso como contundente. Y oportuno. No se me va de la cabeza estos días... Tal vez sea porque en buena medida, después de este último año que por fin se ha ido como lo que fue, deslizándose por el sumidero abajo, yo he venido a sentirme de una manera semejante a la que describe Santiago. Aturdidos, malheridos, no sabemos ya de más belleza que la que nos aguarda en nuestros sueños. En ese lugar en el que aun es posible encontrarse contigo, un jardín, y tu sonrisa. Y despeinarte como un premio. Porque, siendo realista, ¿acaso queda algo de lo que echar mano al despertar? Con su permiso, dejen que haga mi propia breve historia del tiempo.

Con el paso de los años, el pasado será algo épico. Maravilloso incluso, un tiempo sobre el que mentiremos al recordar lo mucho que nos enseñó. Pero hoy aun sabemos que eso no fue así. Ni de lejos... El pasado, mucho más cercano de lo que simulamos creer, vino a destrozar cualquier proyecto activo, y a hacernos ver que obstinarnos en cualquier plan inminente era soñar a plazos inasumibles, sin más solución de continuidad que depositar cualquier tipo de fe en que la ciencia –la misma ciencia que en este país tantas veces hemos despreciado desde la mayor de las necedades– salvara nuestros miserables culos. Primero convertida en algún medicamento que nos ayudara a resistir los primeros embates, y después, por fin, envasada en las formas de la tan deseada vacuna.

El presente, ése al que todos nos prometimos llegar convertidos en algo mucho mejor, más sabios, mas sanos y, ya puestos, incluso más guapos, ha resultado ser una estafa monumental. ¿Quién se acuerda hoy de aquellas tardes, en el balcón de las ocho, juntos para aplaudir a los hombres y mujeres que se estaban dejando la piel por salvarnos el pellejo? Ni Cristo ni gaitas: aquellos sanitarios sí que dieron sus vidas por las nuestras. Un sacrificio como nadie, absolutamente nadie aun vivo, había visto antes en este país. ¿Y todo para qué? Pues para que ahora mismo, en este presente tan humillante, podamos asistir, perplejos y avergonzados como nunca, al grotesco desfile de los covidiotas, cortando el tráfico en las calles para manifestarse en aras de la libertad peor entendida de la historia.

El presente es un circo, el espectáculo más bochornoso y deprimente del mundo, para el que no recuerdo haber comprado entrada, pero del que tampoco sé cómo salir: equilibristas del alambre realizan piruetas dialécticas sobre complejísimas tramas de dominación mundial, sin más red que cuatro ideas prestadas y cogidas con pinzas; payasos que en su vida han abierto un libro me desvelan las claves ocultas de la vacunación, las estelas de los aviones en el cielo y, ya puestos, hasta de los midiclorianos; mangurrianes incapaces de deletrear la palabra “biología” me cuentan cómo mi cuerpo se ha convertido en un títere en manos del 5G... Un circo entero, y todo él en manos de los peores directores de pista posibles: una clase política de talla general más que lamentable, miserable hasta el extremo de querer sacar tajada de cada situación, por dura o dolorosa que sea para la ciudadanía, y absolutamente incapaz de ver más allá del pliegue de su ombligo.

Y el futuro... Bueno, me encantaría encontrar algo con qué entusiasmarme. Como un futuro en el que el bochorno desapareciera de las calles. En el que no tuviéramos que escuchar todo tipo de sandeces sobre cómo una vacuna cohíbe las libertades de no sé qué fulano que lamenta el no poder tomarse un copazo en la barra de un bar como si esto fuese el germen de una nueva guerra civil. Es más, me encantaría poder desearles el 2022 más feliz imaginable: ése en el que por fin celebrásemos no solo el privilegio que es disponer de una vacuna, sino en el que incluso nos uniésemos en la reclamación de que esa misma vacuna llegue a todas partes. Por humanidad, por empatía, por sentido común... O si lo prefieren, incluso por egoísmo. Porque mientras no entendamos que hasta que la vacuna no esté al alcance de toda la población mundial –comenzando por los más desfavorecidos– nadie estará a salvo. ¿O qué creen que sucederá si el virus muta antes en una nueva forma resistente a las vacunas que con tanta alegría desprecia toda esa gente? Qué triste es ver que los que hablan de “salvar la Navidad” solo se refieren a salvar su Navidad. Siete mil golpes, y poco nos pasa para lo mucho que merecemos...

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