Si desaparecierais todos...

Jóvenes durante un botellón en Barcelona.

Jóvenes durante un botellón en Barcelona. / FDV

Pedro Feijoo

Pedro Feijoo

Si desaparecierais todos, amantes del ruido y la furia, si os marchaseis con todo vuestro estruendo a otra parte, tal vez, solo tal vez, entonces podríamos pensar con algo de claridad.

Porque ya hace demasiado tiempo que todo son voces y alaridos alrededor. Gritos, cacareos, ruido hueco. Nada. Alrededor no hay más que jaleo e imágenes desenfocadas, y el espacio que nos rodea parece haberse convertido en un escenario extraño, la reproducción torpe y borrosa de algún tipo de bazar oriental en el que de un tiempo a esta parte todo se ha vuelto tan extraño como increíble, en el sentido más literal de la palabra, ése que, por todo lo que tiene de desesperanzador, también es el más devastador. Porque cada vez cuesta más encontrar algo en que creer. O alguien en quien creer... Intento distinguir las voces de la jauría a mi alrededor, pero nada más identifico el alboroto de los vendedores de humo y baratijas. Solucionadores de problemas que en realidad nadie había visto; profetas del desastre inminente; salva-patrias, fantasmas y pedantones al paño. Y, rodeado de todos ellos, la boca se me llena de un cierto regusto amargo al pensar que, si ésta es la oferta recibida, probablemente la demanda emitida tampoco debió de ser mucho mejor, como tampoco lo es nuestro papel en todo esto: toda estafa necesita un tonto útil dispuesto a creérselo todo. Somos el enojo ante el bulo mediático, la maravilla ante la hazaña de cartón-piedra. Y, sobre todo, los encargados de pagar la cuenta. No somos más que ese pardillo que escupe hasta el último céntimo que lleva encima para pagar todo lo que está pasando. Pero ¿y qué es en realidad ese todo? ¿Qué es lo que de verdad está pasando?

Pues no mucho, la verdad...

Ahora ya nadie parece recordarlo, pero antes de que el volcán llenase el cielo de maná informativo, medio país estaba indignadísimo con aquella nueva epidemia, la de las agresiones homófobas. Un mal que, por suerte para casi todas las partes implicadas, incluso llegó a tener su propio e inesperado giro de guion, dando a todos los actores la oportunidad de estirar la trama un poco más. Hasta que, justo cuando no daba ya más de sí, llegó el siguiente milagro, y de las mismísimas entrañas de la tierra brotó el nuevo monotema. Y bendito sea el volcán, porque su intensidad –mediática– llegó a tiempo para renovar el menú informativo. Al fin y al cabo, a los comensales del telediario de las tres ya se les estaba empezando a poner cara de hastío con tanta repetición. “Buff, ¿otra vez pandemia? ¿De cuántas maneras más nos la vamos a comer? Que si Covid con vacuna, Covid con negacionismo, con gobierno comunista, con altercados...”

De hecho, y si se fijan con la atención mínima –exactamente el tipo de atención que se espera de nosotros–, verán que últimamente los grandes medios parecen estar empeñados en señalarnos el extraño comportamiento de la juventud, esa masa insolidaria y alienada que solo piensa en divertirse al precio que sea, sin dudar en enfrentarse al mismísimo sursuncorda con tal de defender su derecho al botellón. Tanto es así que, a poco que uno se deje llevar, no tardará en tener la sensación de que nuestros jóvenes han caído víctimas de algún extraño encantamiento que los ha convertido en una gigantesca marea de descerebrados perdidos, egoístas con menos luces que un suburbio, y más imbéciles que un zapato. Vean los telediarios, y comprobarán que es así. ¿Verdad?

"Volvemos a dejar que nos pongan el foco en el lugar que más les interesa a ellos, a los iluminadores de la crispación"

Por supuesto que no, claro que no es verdad. En realidad, tan sólo es más de lo mismo: volvemos a dejar que nos pongan el foco en el lugar que más les interesa a ellos, a los iluminadores de la crispación. Y el ruido, ese mismo ruido, burdo y rabioso del que hablaba al principio, lo inunda todo. El ruido de todos los que pasan por aquí pontificando, dando lecciones que, en verdad, nadie ha pedido. El ruido de todas esas bocas, las grandes y peligrosas que se hacen pasar por pequeñas y amables, pero también el de las minúsculas y ridículas que se creen grandes e importantes, explicándonos lo bien que ellas les ponen el rabo a las cerezas, soltándote su milonga sobre cuestiones que a nadie interesan nada. Enseñándonos lo guapas que han salido en la foto de un lugar lejano que, en realidad, a nadie afecta ni interesa nada por estos pagos...

Al final, aquel todo por el que tanto pagamos se parece bastante a nada. Una nada absurda y vacía cuyo único objetivo es mantenernos distraídos mientras nos comemos el precio de la luz. Y, por el camino hacia la pobreza, nosotros nos lo vamos tragando todo.

No sé tú, pero yo me siento cada vez más aislado, más solo en un mundo en el que ya no me creo nada...

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