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Galicia: la Vía Láctea de la saudade (III)

Samos, el monasterio descreído

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Samos, el monasterio descreído Alfonso Armada

No había periódicos en el café del número 11 de la Avenida de Castilla de Pedrafita de cuyo nombre no quiero ni querré acordarme:

—Claro que si trae su propio periódico es libre de leerlo…

Menos mal. Cuando se acabaron los pequenos almoços y el local se quedó vacío pedí un segundo café y permiso para trasladarme a una mesa más espaciosa, ya que en la mía no me cabían los recortes y los mapas. La voz de una sibila que no debe dormir bien llegó neta desde trono, también llamado barra:

—Hasta ahí podíamos llegar. Lo que nos faltaba. No, no se puede. Con lo que está cayendo.

Lo que está cayendo era la pandemia. Anulé el segundo café y recogí mi pequeño cafarnaúm:

—¿No se habrá molestado?

—Pues sí…

Pero ahí lo dejé. Menos mal que el honor hospitalario de Pedrafita lo salvaron el gasolinero y la familia que regenta Casa García (“Comidas caseras y habitaciones”). Se aplican la frase escrita con tiza en un encerado a la puerta: “El amor crece con pequeños detalles”. Comida generosa y amabilidad a espuertas. Será porque son vecinos de la funeraria, y quieren estar a bien con los vivos y los muertos, que como se sabe en Galicia somos los mismos.

Me fui con el alma y el estómago contentos y gracias a Monbús hice solo con el silencioso conductor el trayecto entre Pedrafita y Samos, a menudo resiguiendo el camino de Santiago y adelantando a los esporádicos peregrinos que lo ahondaban. Se hizo todavía más entretenido el viaje cuando se desvió en O Biduedo, por carretera todavía más secundaria, que se ceñía a las anfractuosidades del terreno como si quisiera hacerle menos daño a la geología y a la vegetación que hace de este un país tan ameno para los animales irracionales y los otros. Las vacas hacían gala de su natural escepticismo mientras los campesinos celebraban el día del Señor laborando los campos.

Fachada del monasterio de San Xiao

Al gran monasterio benedictino de Samos se llega sin aviso. Cuando te quieres dar cuenta la fábrica se te ha echado encima, y así no hay forma de prepararse para la parrilla de la fe. Lo cuenta mejor Cunqueiro, que celebra la buena mano de Asorey al inmortalizar en piedra a fray Benito, pero le cede la pluma del padre Feijóo, que aquí fue padre, en el tercer tomo de su Teatro: “Tan recogido, tan estrecho, tan sepultado está este monasterio entre cuatro elevados montes, que por todas partes no sólo le cierran mas oprimen, que sólo es visto de las estrellas cuando las logra verticales”. Y más cuando la tarde se cierra en lluvia y la hospitalidad de la abadía es según a quién y cómo. Pensaba que tenía celda tras la fachada abrumadora, pero no. El fámulo que me atiende me lo explica: “Para los que no son curas, o no van a estar al menos una semana, está la abadía externa”, que es donde pernocto y, a las cinco y media de la mañana, todavía ando en escrituras. Limpio, con baño compartido, mi ventana se asoma a la trasera del cementerio, y así nos vamos haciendo a la muerte y a la vida. Ramón Otero Pedrayo en su simpar Guía de Galicia añade otras plegarias: “El nombre del autor de El Teatro Crítico quedó para siempre unido al ilustre y devoto monasterio benedictino de San Julián de Samos, donde tomó el hábito, y en el que dejó muchos recuerdos. Samos, por sus orígenes, se enlaza con dos antiguos cenobios de la época visigoda en sus grandes monasterios toledanos. Notable centro de cultura en la alta Edad Media, en él vivió en su niñez y recibió educación Alfonso II el Casto. Por su proximidad al camino francés, era conocido en toda Europa. Un documento de su Archivo (hoy en el Museo de Pontevedra), una donación de Pedro Cipriániz al monasterio, fechada en 8 de febrero de 1265, es uno de los documentos gallegos más notables que se conocen. Llegó a poseer Samos doscientas villas y medio centenar de lugares y su abad era Capellán Real y Dignidad de Arcediano de Lugo, con cuya iglesia tuvo frecuentes contiendas jurisdiccionales el monasterio, terminadas en el pontificado del obispo lucense, D. Rodrigo, en 1195. En el tiempo de los R. R. C. C. (léase Reyes Católicos) fue incorporado a San Benito el Real de Valladolid. Casi destruido por un incendio, como Osera, se reedificó en grandioso estilo. Hoy es un gran centro de piedad y estudios de erudición, su abad mitrado importante figura de la Iglesia española, solemnes los cultos, especialmente en Semana Santa, a la que acuden muchos ejercitantes espirituales”.

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Si cuando petó Cunqueiro no le pudo recibir el padre prior porque en aquella hora tenía que atender a otras visitas y le asignaron un fraile joven llamado “dom Rodríguez, manchego de nación”, que quiso que lo vieran todo, mis intentos de parlamentar con el abad fueron vanos. Al otro lado del jardín tiralineado que se abre ante la escalinata me encontré con una monja que preguntaba por el perro de su convento. Ejemplar de estampa goyesca a la aguatinta, negro sin acritud, le había visto aparecer entre la verdura más temprano. Vino un rato caminando a mi vera, viejo, silencioso como pastor que se las sabe todas, lo bueno y lo malo, y que acaso fuera un fraile que necesitaba purificarse de sus pecados penando en cuerpo de can hasta alcanzar la santidad que no logró en su anterior reencarnación. El padre Ricardo lo espantó sin miramientos con su estola.

—No, no estaba en la misa, le dije a la monja. Los padres no parecen muy amigos de San Francisco.

Conocí superficialmente al padre Ricardo porque al final de la visita guiada a un grupo heteróclito de peregrinos le abordé. De origen puertorriqueño, el padre era parco y seco. Alabó el claustro por su magnificencia y amplitud (“uno de los mayores de España”), en cuyo centro se alza la estatua de su hijo más ilustre, el padre Feijóo. Orlado por la jardinería, todo lo verde parecía medrar gracias al abono de su elocuencia. Mucho más lacónico estuvo al mencionar el insólito claustro de las Nereidas, de quien sí cuenta mucho y bien Cunqueiro:

“No corre el agua desde las bocas de las ninfas, que la sequía impone su ley [tampoco hoy, pese a que se hartaría el cielo de llover]. Quizá le gustasen al padre Feijóo tanto como a mí. Fray Benito las imaginaba en su tiempo en el mar: ‘Cual nos las pintan los antiguos poetas, tal se hallan hoy en los mares, a reserva de la bocina de los tritones, cuyo eco no ha sido reconocido moderadamente…’. Ahí tenía el Padre maestro en Samos, en la fuente que trajo fray Pedro de Vea, a las flores marinas, acaso Leyagore o Melite, las dulces… Si la fuente ésta, en vez de ser gracia barroca, fuese invención medieval, de los días de las famosas peregrinaciones, ¡qué de leyendas no hubiesen podido surgir en el Camino! Y no sería la menor la que contase que las cuatro marinas, habiendo dejado la claridad del mar grecolatino por venir, orillas del Tenebroso arriba, a peregrinar a Santiago –remontando Ulla y Sar en un abril–, se habían retirado al regreso, por otros ríos subiendo, hasta este rincón, por el Miño al Neira, por el Neira al Samos. Y aquí hicieron largos ayunos y penitencias, que un monje puso en un códice miniado con pluma de ganso. Me detengo un largo rato contemplando las fabulosas oceánidas, y echo de menos, en el tranquilo patio, el canto del agua. ¡Dichosa sequía! Sólo hay una hora de agua al día, pero para los monjes, que no para la boca de estas damas griegas de larga cola. Y echo de menos las suaves, femeninas voces…”. Nada le pude preguntar al frade, en qué medida suponía casto alivio para los ardores y pesares entre maitines y completas, ese ora et labora incesante, estas nereidas de piedra turgente que parece viva.

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Vuelvo al templo para asistir a la misa del peregrino que, para mi pasmo, celebra el mismo padre Ricardo. La homilía es, claro, la misma de vísperas, la de San Juan, el evangelista poeta, pero la dice este cura del Estado Libre Asociado sin emoción, si que parezca creer ni mucho menos que en la misa se obre milagro alguno, y me da por pensar que a Dios ni le agrada ni desagrada, no en vano dejó que casi todo el convento ardiera tres veces. ¿Acaso no es ese mensaje bien neto de los cielos? El pan de vida, y que quien tiene hambre y sed dejará de sufrirlos si buscara saciarse en la palabra amorosa de Jesús, no merece del oficiante ni un mínimo comentario, ni una palabra de calor para los peregrinos. “A la gravedad y la gracia de la fachada, corresponde el templo de tres naves con galerías y cúpula, sobre pechinas muy ornamentadas”. Pero aquí no hubiera experimentado la menor emoción mística Simone Weil. La casa es fría. Y música ni hay:

—El padre organista se ha quedado en su país por la pandemia.

Tengo que extraerle con fórceps el nombre del país de marras:

—México.

Ni una palabra más. Serán los votos de silencio, los que le hacen que las palabras se le vuelvan piedras en la boca que no hay forma de digerir y que mucho menos florezcan. “En el pequeño armonio toca el joven organista”, ah, pero ese es el que menciona el señor Cunqueiro, que tuvo mejor suerte, a pesar de la sequía, y pudo permitirse que el alma se elevara gracias a la física cuántica de la música.

Abandono el monasterio y busco el retiro a la capilla del ciprés, que está cerrada por la Covid, pero el majestuoso árbol milenario de quinientos años (la hipérbole también es casi siempre cosa nuestra) que se tima con los chopos y abedules que escoltan el fluir del Sarria junto a la piedra prerrománica que respira quietud desde el siglo IX, acaso el primer monasterio, cuando la fe era niña. El río que añora la carne fría y la sangre caliente de las nereidas canta como un barítono y se pone todavía más contento porque viene la lluvia, cada vez más copiosa, a celebrar que es domingo y han vuelto a fluir los peregrinos. Yo me recojo, después de haberme mojado bien, como gustaba de hacer el señor Cunqueiro.

Hospedería externa al convento y la estampa que inspira piedad en mi celda.

Como las redes de ahora son tan virtuales como raras, a veces uno pesca lo que no se imagina. Cuelgo en Instagram una de las fotos que tomé cuando llovía, del convento, su tapia, el palomar, y en medio, un buzón. La lanzo al mar con este pie: Cartas a Dios una tarde de lluvia en Samos. Y responde, desde Vigo, José María Navlet, un canario, también plumilla:

“No sé si conocerás la historia de taberna que estaba casi enfrente a ese buzón”

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Me cuenta que cuando se alojó en la hospedería del monasterio pidió las llaves para poder recogerse después de las 9, hora de cierre. El monje guardián no se tragó la excusa de hacer fotos y regresar a las tantas:

“Si sales, te arriesgas a pasar la noche a la intemperie”. Al día siguiente, y gracias a la misma fruente frailuna, Navlet supo la razón. Frente a la tapia y el buzón famoso había una tasca en la que, pasada la medianoche, la dueña (“entrada en años y salida de cascos”) cerraba la puerta y ofrecía un espectáculo “erótico festivo”. Lo que no se sabe es si algún fraile desvelado al que no bastaba el consuelo de las nereidas saltaba la tapia para disfrutar alguna noche del strip-tease en el Samos laico, acaso no tan descreído.

Amanezco y busco almuerzo. La camarera es agraciada, pero tan desabrida como el Café España, del que parece dueña. Le molesta primero que pida una pieza de fruta para desayunar.

—¿Le vale un plátano?

Menos gracia le hace que quiera una tortilla francesa.

—¿Y entonces que hago con el pan? No me gusta tirar nada.

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Quién habla de tirar, yo solo quiero una tortilla francesa. A mi alrededor todos son peregrinos y todos tocan la flauta: impresionantes bocadillos de tortilla francesa o de beicon con queso de Arzúa. Pero yo solo quiero una tortilla. Accede de mala gana y acaba tirándome el plato. Como los huevos son de gallinas ponedoras amigas de San Francisco de Asís la tortilla parece un sol de oro para un rey de España. Tenemos la fiesta finalmente en paz, pero algo pasa con la proverbial hospitalidad gallega.

Al final no fui a Triacastela a preguntar por la visita de Cunqueiro y sobre todo del poeta y trovador que cantó en su lengua frente al fuego y todos le entendieron. Le vuelvo a dar la venia al que fuera director del FARO entre 1965 y 1970 (yo era demasiado joven para pedirle cuartelillo, y ni siquiera poemas enredaba en aquel tiempo). Enviado especial al mundo maravilloso de los milagros, escribe Álvaro Cunqueiro en Triacastela: “Un poeta francés se hizo mendigo y cumplió varias peregrinaciones y romerías. Fue a Rocamador y a Santa Ana en Bretaña, a Roma y a Santiago. Hizo a pie los caminos. Entre peregrinación y romería se sentaba a pedir limosna a la puerta de las iglesias de Provenza. El sol le calentaba los pies. Y en un tomo de cartas de él que han publicado sus amigos, hay una fechada en Triacastela. El peregrino se llamaba Germain Nouveau, y era un gran poeta, lleno de humor y fantasía. Llegó a Triacastela y encontró albergue en una casa, en la que le permitieron sentarse en la cocina, donde ardía un gran fuego. Germain Nouveau, en su escaso castellano, se hizo entender, contestando a las preguntas de los huéspedes, que era a veces poeta, y hacía canciones. Un viejo que estaba sentado a su lado le pidió que recitase alguna. Y Germain Nouveau las dijo, varias, mirando para el fuego que ardía ante él. Las dijo en su francés, claro está, pero los que estaban allí, el viejo, otros dos hombres, unas mujeres, unos niños, lo entendieron. Lo entendieron sin saber francés, naturalmente, porque el Camino de Santiago, concluía Germain Nouveau, tiene el don de lenguas…”.

A Vigo do Real, en Renche Alfonso Armada

No hasta Triacastela, que fica lonxe, pero sí desando el camino que hice en el autobús, esta vez a pie, porque quiero comprobar si el Vigo do Real es tan real como el único Vigo que conozco, que es donde nací. “Son cinco kilómetros”, me confirma el gasolinero.

En un primer desvío me encuentro con la mujer que observó con cómplice perplejidad cómo la camarera reaccionaba a mi obstinada pretensión de desayunar una tortilla francesa en Samos. Sabe de que habla porque se ha dedicado a la hostelería. Se llama Aránzazu y es de Alsasua, aunque empezará ruta en Samos, con su hermana, a la que espera que aparezca de un momento a otro en un recodo del camino. Viene de Alicante, pero no a pie. Llevaba años queriendo hacer la peregrinación, pero sola. Me dice que, “más o menos”, es creyente, que “algo hay”, y cree que el camino le cambiará. Ahora trabaja en un geriátrico y no le gusta lo que ve. “Tratamos muy mal a nuestros mayores, les aparcamos, como si molestaran. Lo hemos visto con la pandemia. A veces discuto con mis compañeros, por el maltrato. Por qué dejar a una persona contra una pared cuando a dos metros hay una ventana. Creen que no se dan cuenta y ya lo creo que sí. Nos estamos deshumanizando”. Me despide con la frase de rigor, aunque no lo esté haciendo: “Buen camino”. Ella no luce la indumentaria típica de los peregrinos, que parecen competir en una parodia de los Juegos Olímpicos, todos uniformados por Decathlon o sastrería similar. Resalta la fealdad creciente y general del mundo. ¿No hay otra forma más elegante de caminar? Aránzazu viste con más discreción, un chándal que no parece, discreto, que armoniza con la tristeza que sus ojos delatan. Pero no indago. Me cuenta que su padre acaba de cumplir los cien años, y que está lúcido. Nos despedimos con un conato de amistad improvisada.

Vista del convento de Samos

En más de una ocasión he pensado en lo estimulante que sería organizar un concurso de marquesinas por todo el país. La de San Martiño se llevaría el premio. Estoy a punto de fotografiarla cuando de la casa de enfrente asoman dos mujeres. La mayor lleva la voz cantante. Dice que de la marquesina, cubierta con un rosal fastuoso, pero con matas de dalias y otro rosal a su vera, se ocupa su hija, que no quiere salir en la foto:

—Siempre salgo mal.

“Esther Préstamo tiene 83 años y cumplirá 84. Aunque nació en Nochebuena no es buena”, recita de un tirón, con suave sorna. En San Martiño apenas quedan ocho almas (dice tras pensar y contar en voz alta).

—Están las casas abandonadas, a caer, y los viejos solo estamos para morir.

—Morir moriremos todos, pero no hay prisa ninguna, le replico.

—No la hay.

Dice que es creyente, pero su hija “sabe más cosas. A nosotros nos tenían muy engañados. Nos sabíamos la cartilla al dedillo, pero nos tenían ciegos”, y para mostrarlo se tapa la cara con las dos manos. Ella nació en “un buen pueblo”, Freixo, pero lleva 59 en San Martiño. “Está todo abandonado. El monte, las casas. Nadie se quiere quedar aquí”. El país dejado de la mano de Dios.

En Renche parecen sintoístas. Junto a esplendorosas hortensias vestidas de turquesa o vino cremoso, y manzanos a reventar, hay mesas y bancos de pizarra, cortados limpiamente. Son la belleza y la simplicidad personificadas. Un diseño impecable que dice de donde viene y no aparenta lo que no es. Puro shinto. Pregunto a un vecino por Vigo do Real y me muestra la cuesta que sale del centro de la aldea. El cartel está camuflado por unas matas. Remonto la pendiente y me reciben vacas estoicas que interrogan con cierto desdén al forastero. Lo mismo que un gallo, tan seguro de su reinado que ni canta. Pero se deja ver de frente y de perfil, como una moneda antigua, entre dos gallinas. Hay casas muy bien tenidas, con mampostería de orfebre, en Vigo do Real, y otras feas y mal apañadas, cuando no abandonadas. Abordo a la mujer que me adelantó montada en su utilitario. María Eugenia nació aquí, aunque hasta hace poco vivía y trabaja en Lugo. Pero decidió regresar al lugar natal. Le pregunto cuántos vecinos son y hace lo mismo que Esther: se pone a evocar en voz alta. No pasa de diez. Ella también tiene familia en el otro Vigo, donde son tantos que nadie se conoce. Trabaja en un albergue de peregrinos (“este año han vuelto”), pero no entiende qué está pasando:

—La gente tiene muy poco sentidiño.

No le pido más explicaciones. Como si no fuera periodista. Que cada uno saque sus conclusiones. 

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