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Muros y espadas

Reunión de Rocío Monasterio e Isabel Díaz Ayuso Twitter

Construimos nuestros muros con la misma fruición que las hormigas sus laberintos. Nuestra civilización surgió cercando las llanuras de Sumeria. Había que parcelar aquel infinito aluvial para concretarlo y poseerlo. Vitrubio diseñaba su ciudad ideal partiendo de una muralla y solo a partir de ella, ya definido quién se quedaba fuera, trazaba el interior. Hoy hemos derribado las murallas que encorsetaban el desarrollo urbano. Ya no tememos a los bárbaros. Los muros, sin embargo, permanecen y se multiplican. Los bárbaros habitamos dentro.

El muro no solo defiende. Encierra y expulsa. En todo caso nos distingue porque sentimos que pertenecemos al lado correcto. El muro ya no es de piedra, sino una frontera, una legislación, un sentimiento; paredes mucho más altas e inabordables. “Construye el muro”, coreaban los fieles en los mítines de Trump. Los estudiantes blancos se lo escupían a sus compañeros latinos en el comedor de los institutos. Ya poseen alambradas, barreras, aduanas, agentes, satélites; también ríos y desiertos. No basta. Más que un muro físico que se pueda horadar reclaman la discriminación clara que los tranquilice. Ellos, en la luz; en la oscuridad, el resto.

Esa necesidad de sentirse entre los elegidos siempre late. Nos tienta sobre todo en épocas de crisis. La incertidumbre nos sensibiliza a ese discurso que susurra: “La culpa es del otro, del pobre, del judío, del ‘mena’. Tú eres diferente”. Nos acecha en la piel, el idioma, la patria o la religión. Incluso en territorios más pueriles como el fútbol, donde pervive la tribu. Esa Superliga de breve duración prometía a los aficionados de los clubes fundadores plazas seguras y reglas especiales. Un muro tras el que guarecerse.

Tebas: "Florentino Pérez miente o está equivocado"

Tebas: "Florentino Pérez miente o está equivocado" Agencia ATLAS | EFE

Provenir del lado incorrecto, en las excepciones de ascenso sobre las que se asienta el sistema, no nos hace más inocentes o comprensivos. El pasado puede incomodar y traicionarse. Toyotomi Hideyoshi, uno de los unificadores de Japón a finales del siglo XVI, tras la larga sangría de los estados combatientes, fue un soldado de origen humilde, nacido sin patrimonio ni apellido. Medró por sus méritos, como sirviente de Oda Nobunaga, hasta que alcanzó el poder a la muerte de este. Fue Hideyoshi el que terminó con la permeabilidad social, determinando que cada uno moriría dentro de la clase en la que había nacido. Hideyoshi decretó la “caza de espadas”: la requisa de aquellas armas en manos del campesinado que a partir de entonces serían privativas de los samurais. Arrebató a aquellos de los que él procedía las herramientas que había empleado. Ya nadie volvería a saltar el muro con el que había tapiado su camino.

La verdad que ningún apartheid y ningún gueto podrán jamás disimular es que a todos nos compone lo mismo: carbono y fósforo, huesos y tendones, sangre y orines, esperanza y miedo. En última instancia, la nada que hemos sido y seremos. Frederick Trump fue un emigrante bávaro que trabajó como peluquero. Los Ayusos y Monasterios huelen a abono y sudor en algún punto de su linaje. También sus antepasados fueron el ilegal, el desarrapado, el que intentaba cruzar el vallado prohibido.

Hideyoshi creyó haber fundado una dinastía eterna. Su hijo Hideyori acabó suicidándose y su nieto Kunimatsu fue decapitado con apenas siete años de edad por orden de un viejo aliado, Tokugawa Ieyasu. Así terminaron los sueños vanos del viejo Hideyoshi. Así, todos. Ni muros ni espadas. Solo sangre y orines.

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