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Llanto por el mayor Strasser

Conrad Veidt, interpretando al mayor Strasser, en Casablanca.

Casablanca es un prodigio improbable. Una película concebida al galope y rodada a sobresaltos. Al guion le sobraban autores y controversias. Muchos diálogos se escribieron la noche antes de rodarlos. Algunas escenas se añadieron después. Se tambaleaba la estructura y abundaron los problemas cotidianos. Curtiz edificó un castillo de improvisaciones que debió haberse derrumbado al primer soplo o constituir como mucho una colección desmadejada de genialidades. Es pura magia que todo se alinease en una forja coherente y perfecta. Nadie tan luminosa como Ingrid Bergman, tan agrietado como Humphrey Bogart y tan cínico como Claude Rains; ninguna música tan melancólica como “El tiempo pasará” ni frases tan esféricas como “detengan a los sospechosos habituales”. La historia culmina en ese adiós entre Rick e Ilsa, que en apariencia elude el final feliz aunque en realidad lo concreta. La rutina no marchitará su amor. No los ensuciarán la decrepitud, los desengaños, las facturas, las riñas. Siempre les quedará París.

Muchos personajes habitan territorios brumosos en Casablanca: asesinos, corruptos, colaboracionistas, pusilánimes, codiciosos... A todos, sin embargo, los contemplamos con ternura, comprensión o gozo. Incluso al capitán Renault se le redime de su ambigüedad moral en el inicio de una hermosa amistad. Solo existe un malvado monocromo, el mayor Strasser, que muere aferrado al teléfono y por el que nadie guardará luto. Antes, en una escena particularmente emocionante en el café, Strasser ha dirigido un coro de alemanes. Sobre las voces militares entonando “Die Wacht am Rhein” se imponen las de refugiados, gendarmes, camareros y cabareteras cantando “La Marsellesa”. Como muchos de aquellos extras eran exiliados europeos, la verdad eléctrica del momento traspasa la pantalla.

Para la posteridad quedan las cejas tiznadas y el rostro anguloso de Conrad Veidt como máscara de la perfidia. Otro logro de la película. Quizá su única injusticia. Veidt era un actor alemán cuya fisonomía geométrica lo había convertido en el protagonista ideal del cine expresionista. Años después, Bob Kane y Bill Finger, creadores de Batman, se inspirarían en “El hombre que ríe” para dibujar al Joker. Otro villano que ha atravesado generaciones.

El alma floral de Veidt, sin embargo, no se espejaba en esa cara cincelada a pico. Además de artista extraordinario, fue un hombre comprometido políticamente. Se casó con una judía y se opuso a los nazis. Goebbels quiso reclutarlo para alimentar la propaganda del régimen. Rechazó la lujosa vida que se le ofrecía y acabó huyendo del país cuando supo que planeaban asesinarlo. Durante la guerra colaboró con el esfuerzo bélico de Estados Unidos.

Hoy vuelven a reclamarse lealtades ciegas a la idelogía, el partido o la patria (“soy borracho”, hubiera contestado Rick sobre su nacionalidad). Son escasos los que escogen el camino correcto, anticipando el precio. Veidt y otros como Marlene Dietrich o Billy Wilder sabían que las bombas de los B-17 también caerían sobre sus afectos. Con cada una morían un poco, pero es lo que debían. “Aus Anstand”, se justificaba Dietrich. “Por decencia”. Afrontaron el peaje. Veidt falleció de un infarto en 1943. Sospecho que se le había roto el corazón mucho antes. He vuelto a ver Casablanca y al llegar al aeropuerto, le he rogado a Rick que no apretase el gatillo. No me ha hecho caso. Mientras él paseaba junto a Renault entre la niebla, yo he llorado por Strasser.

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