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Malos y caballos

Retrato y calavera de Ricardo III, tras su hallazgo en Leicester Darren Staples

Nos educan con relatos que se construyen sobre una moralidad diáfana, sin territorios umbríos. Los buenos triunfan, en compensación a sus sufrimientos, y los malos pagan por sus iniquidades. No sucede solo en los cuentos infantiles. El Código Hays establecía en el Hollywood clásico que los criminales siempre debían recibir el castigo pertinente. Así, cuando las luces de la sala se encendiesen, los espectadores regresarían a sus casas con la seguridad de habitar en un mundo ordenado, de fronteras precisas.

De alguna manera, sin embargo, son los malos los que más nos fascinan. Nos seduce aquello de lo queremos protegernos tapándonos la cabeza con las sábanas, sobre las que de vez en cuando nos asomaremos. Como con el vértigo, el abismo nos atrae tanto como lo tememos; nos aproximamos al borde que nos repele. Quizá porque intuimos que también nosotros ocultamos un monstruo. Dormita, aguardando las circunstancias apropiadas que lo liberen de sus cadenas. Nuestros abuelos, los mismos que nos acunaron en su regazo, se masacraron en las batallas, las checas y las sacas, hermano contra hermano. Apretaron el gatillo o delataron. Fingieron o callaron, en el mejor de los casos.

No somos diferentes. Tampoco lo son esos malos de cuento. Aun siendo niños, sospechamos que el ogro, la bruja, el lobo o la madrastra tienen razones que exceden el hambre, el capricho o la perversidad, aunque el autor no haya creído conveniente revelárnoslas. Algún dolor íntimo que respalde sus acciones; algún agravio sufrido a oscuras, entre los pliegues de las páginas. La trama cambiaría radicalmente si ellos nos la narrasen. Pero la trama pertenece a quien la escribe o costea.

La humanidad se cuenta a sí misma de igual manera. Determinados personajes encarnan los peores vicios, corrupciones y excesos. El tiempo los ha esculpido así en la memoria colectiva. Aunque intenten reivindicarlos o explicarlos mejor, nada puede ya indultarlos. Posiblemente Calígula no estaba tan loco. Había un plan político tras aquello que hemos interpretado como desvaríos, como nombrar senador a su caballo Incitatus; una burla al sistema, un mensaje a sus opositores. Pero Suetonio lo maldijo a perpetuidad en la relación de hechos que ha persistido.

En 2012, bajo un aparcamiento de Leicester, hallaron los restos de Ricardo III. Al último rey inglés muerto en batalla lo convirtió Shakespeare en el paradigma de la doblez y la perfidia. Ricardo medra a la sombra de su hermano Eduardo, conspira contra su otro hermano Jorge hasta lograr que lo ahoguen en un tonel de malvasía, corteja a la viuda Ana de Neville delante de la tumba del marido al que el propio Ricardo ha ajusticiado y finalmente hace asesinar a sus sobrinos para apoderarse del trono. Todo lo explica mediante largos monólogos que retratan su alma, tan torcida como su jorobada espalda porque esas fealdades se sustentan mutuamente. Apenas su valentía en el trance final lo redime, cuando descabalgado reclama a gritos: “Mi reino por un caballo”.

Hoy sabemos que Ricardo fue justo y generoso durante su gobierno en el norte del país. Ana y él se amaban. Aunque contrahecho, como la escoliosis de sus huesos confirma, era vigoroso y relativamente atractivo. No existen pruebas de las fechorías que se le atribuyen. En todo caso, nada diferenciaría su crueldad de los reyes que habían sido y serían. Pero Shakespeare escribía para Isabel, de la casa Tudor, cuya legitimidad reposaba precisamente sobre la derrota en Bosworth del último York, igual que Suetonio escribía contra los Julio-Claudios durante la dinastía Antonina. La genialidad de estos bardos condena a Calígula, Ricardo y sus caballos. Mientras los historiadores alegan, los escolares recitan: “Ahora el invierno de nuestro descontento...”.

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