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Crisóstomo y las pompas de jabón

Crisóstomo y las pompas de jabón

Solo escribo pompas de jabón. En general, burbujas a borbotones, en escombrera. Solo de cuando en cuando alguna pompa rolliza y arcoirisada, si es que atrapa un rayo de sol. Unas y otras, esos feos racimos de saliva y estos prometedores membrillos, estallan pronto en el aire y nada queda, ni el eco del teclado ni el rastro de la tinta. Son un papel arrugado que se llevará a reciclar o un misérrimo bit en la infinitud del ciberespacio, que nadie jamás encontrará porque nadie lo busca.

Escribir es intentar vencer al olvido. Quisimos fijar de alguna manera, sobre piedra, arcilla o papiro, aquello que temíamos que se nos perdiese en la mudanza de las generaciones. Pero pocos consiguen imponerse o siquiera aplazar esa desmemoria. No desde luego yo, con estos artículos que caducan recién acaban de leerse o con esa novela que nunca pariré por riesgo a que la hermosa criatura que imagino en mi vientre resulte un amargo malogro.

Todos los que escribimos hemos soñado en algún momento con crear algo que perdure. No digo ya una obra completa o un relato significativo; quizá un personaje que nos sobreviva, un nombre que cale o una frase que todavía aletee cuando todas las demás se hayan secado. “Lola, jolongo, llorando en el balcón. Nos embarcamos”, consignó José Martí al partir hacia su martirio en Cuba, sin darle importancia. “Crucemos el río y descansemos a la sombra de los árboles”, musitó el general confederado Stonewall Jackson en su agonía, delirando por la gangrena, y alguien recogió tanta belleza en sus manos antes de que se desparramase. Las toneladas de letras que yo pueda arrojar, aunque las revuelva con fortuna, nunca superarán su delicadeza y su profundidad.

El poder de la palabra iguala al poder del átomo. De ambos surgió el universo y ambos pueden destruirlo al desatarse. La palabra que persiste atraviesa el tiempo y germina, muchas veces dando un fruto inesperado. Juan fue un presbítero de Antioquía que a finales del siglo IV declamó homilías contra los judíos. Quería evitar que sus propios feligreses acudiesen a las sinagogas, donde se entretenían mejor. Fue Juan el que sentenció la culpa colectiva de los judíos; el que los pronunció a todos como pueblo deicida. A Juan, de verbo poderoso, lo apodaron Crisóstomo, el de la boca de oro. Y lo santificaron.

Existe una conexión profunda, aunque se enrede, entre las arengas de Juan Crisóstomo desde su púlpito antiguo y esa adolescente, labios carmín y camisa azul, que grita su odio en el cementerio de la Almudena alzando el brazo: “Nada hay más certero que esta afirmación: el judío es el culpable”. Las palabras de Juan han provocado progromos, expulsiones, exterminios; se han reconstruido y reformulado hasta disfrazarse de otras; en ocasiones han parecido desvanecerse para al cabo reaparecer. Ahí están tras transitar los siglos, todavía vigorosas, asomando de otras bocas como esta de pitiminí que las escupe con la misma frescura que cuando fueron concebidas.

A Juan nadie lo recordaría si hubiese hablado con torpeza o escrito con desmaño. Ningún crimen habría inspirado. La palabra que arraiga y se obstina es la peor maldición. Yo solo escribo pompas de jabón, esquirlas de rubor que salpican la nariz.

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