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Saltimbanquis del amor, obreros de cupido

Saltimbanquis del amor, obreros de cupido

Podían ser las cinco de la mañana cuando Paquita la del Barrio me llamó a la esquina de la barra que había hecho suya tres horas antes, coñac a coñac. Agarrándome con primor viril por la camisa, la cantante mexicana acercó su cabeza a la mía y envolviéndome en su aroma etílico Courvoisier Napoleon me dijo: A un hombre hay que llorarle tres días… al cuarto te pones tacones y ropa nueva. Y me soltó suavemente, al tiempo que su mano se volvía hacia la copa de brandy. La Guerrillera del Bolero me ofreció esa visión suya del amor (que ya antes había sido de María Félix en una de sus películas), unas horas después de verla actuar en el Playa Club coruñés que entonces regentaba Nonito Pereira. Nos habíamos ido un grupo de cinco o seis amigos, aunque no recuerdo quiénes, a hacer noche con ella y su representante a un pub de moda ante la playa de Riazor, poco después de haberla oído cantar “Rata de dos patas”, “Piérdeme el respeto”… y todo ese vergel de canciones que la caracterizan en contra de la cultura machista.

Era una víspera del Día de los Enamorados, no, no, ya lo era porque había pasado con creces la medianoche. No puedo imaginarme qué diría Paquita de este día si le preguntaran por qué cada cual vive marcado por sus propias experiencias y la de ella empezó a los 16 casándose con un hombre 30 años mayor, que abandonó para seguir su vida dejando dos hijos por el camino y un segundo marido caído en combate. ¿Y qué diría yo, cerca de los 70 según la partida de bautismo, y recién enamorado? Nada que merezca la pena porque sufrí esa hipoteca mental unas cuantas veces y cada una fue diferente según la edad en que fue vivida. Mi primer amor fue Marisol, lo confieso, de la que me enamoré platónicamente a los 10 cuando la vi en pantalla, aunque no fuera amor sino un cierto cosquilleo admirativo; lo de Margaret a los 15, una americana que vino a pasar un verano a casa y me torturó con su indiferencia. ya tuvo otro tono. Quisiera haber vivido con ella un Verano del 42 y no llegó ni a un love story milenial. Luego ya nada fue platónico y si a los 17 me enamoré seriamente por vez primera lo que vino después hasta hoy fue una sucesión (des)ordenada de reacciones químicas, una especie de trastornos obsesivo-compulsivos con damas, una parte de los cuales acabaron en bodas, solo una con bendición eclesial como Dios manda, otras con Registro Civil, y alguna más sin certificación eclesial ni civil, aunque hubiera convivio.

No hablo, claro, de esos encuentros esporádicos que a todos nos distraen en el camino sino de las veces que verdaderamente estuve enamorado, las más con final feliz porque me separé o me echaron y pude emprender de nuevo la tarea. Fui y soy, maldita sea, un obrero del amor, un saltimbanqui de Cupido aunque siempre admirara la templanza y madurez de quienes sabían ser felices con el mismo partenaire toda la vida. No escarmenté, y un movimiento de pies bajo una mesa ya en edad sexagenaria, de sexington a lo Rolling Stone prefiero decir, acabó en flechazo que espero se prolongue hasta el final de mis días, No quiero tentar más a Dios por las gracias recibidas. Que no me pregunten a mí por el Día de los Enamorados, Amor vincit omnia. El amor lo conquista todo.

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