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Apología de la siesta, don de inteligentes

Sestear es un acto de insumisión al sistema capitalista.

Cada dos por tres abro lo ojos y me encuentro con la mano de mi mujer dibujando círculos ante mis ojos. Una manía suya cuando voy de copiloto y quiere demostrarme que me he dormido otra vez por más que le mienta diciéndole que no, que son mis párpados que necesitan una blefaroplastia. En realidad tiene razón, a veces en el coche, camino de casa antes de comer, me sobreviene una siesta del carnero, que es una modalidad relámpago de esta práctica, tan española que seguro que es odiada por esos seres exóticos, nacionalistas carajilleros, que quieren romper España.

Otros muchos, aún sin ser sediciosos, comparten igual grado de estulticia y piensan que es una costumbre bárbara y ancestral, y que quienes la practicamos somos unos ociosos. Craso error. La siesta no solo es un privilegio y un mandato de Dios aunque no conste en sus mandamientos, sino que está refrendada en la Tierra entre los usos de imperios turgentes como el de Roma o comunidades eclesiales inspiradas por el Altísimo y por tanto fuera de toda duda como los mismos benedictinos.

¿Ociosos los que sesteamos?

Eso solo pueden pensarlo en los países protestantes, cuya ética calvinista defiende el trabajo duro, la disciplina y la frugalidad y no consienten un sueño entre horas. Además de herejes de la religión verdadera, que es la nuestra, parbiños. Es falso que la siesta afecte a lo que podríamos llamar obsesión productiva, uno de los principios fundamentales del mundo moderno. Si estás en Japón, verás que es una práctica no solo socialmente aceptada, sino incluso bien considerada porque es síntoma de que has trabajado duro y tu cuerpo necesita un pequeño descanso para volver a comenzar. O sea que es una cuestión de lecturas. No es un invento carpetovetónico: todo el que curra de verdad duerme la siesta.

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Yo, que duermo a trompicones por la noche, a horcajadas del sistema horario, soy usuario del don de la siesta, título que por cierto ha puesto a su último libro un profesor de Historia, Miguel Ángel Hernández. Claro, la siesta es un don. En mi caso no es solo que dormir bajo el mandato de la luna me parezca una pérdida de tiempo que intento disminuir al máximo.Es que en mi currículo pofesional constan incontables noches con una infinitud de horas robadas al sueño por estar despierto en locales públicos, y es normal que ahora, de mayor, el cuerpo me pida explicaciones y exija sus contraprestaciones tanto en momentos inesperados, como cuando voy de pasajero en un coche o se cierran las luces en un cine, como en esos en que cualquier persona honesta e inteligente debe entornar los párpados, que es después de la comida. No voy a mentir, yo pienso como el ministro Margallo que, cuando un periodista publicó una foto suya durmiendo en no sé qué Parlamento, respondió en un tweet: “Sí, estaba dormido pero cuando estoy despierto lo estoy mucho más que usted”

Mi mujer no entiende que la siesta es una tarea emancipadora, una insumisión al sistema capitalista y por tanto una praxis revolucionaria y contracultural, deshauciada ya la lucha de clases. Yo por las mañanas, poco antes de comer y si me llevan en un auto, soy de siesta del carnero, del burro, del canónigo o del monje. Unas cabezaditas, un relámpago. Tras la comida, estoy entre la siesta que llaman hoy Pit-Stop, unos 20 minutos, y la bonus-track, esa perfecta que dura entre media y una hora. Ni esa insignificante de Dalí del bolígrafo, que dura hasta que se te cae de las manos, ni esa eterna de Cela, que es de pijama, padrenuestro y orinal. Como decía mi admirado Javier Cercás, la siesta es un acto de rebeldía: un mandar a la mierda al mundo en pleno día.Viva la siesta.

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