Cuando Grace (Nicole Kidman) hojea un álbum de fotografías de difuntos en la película “Los otros” descubre los retratos de los sirvientes con los que convive, lo cual se convierte en una de las claves para comprender la historia que nos está narrando el cineasta Alejandro Amenábar. La costumbre de fotografiar a los muertos nació en París en la primera mitad del siglo XIX y se fue extendiendo a otros países. Galicia no fue ajena a esta práctica, que llegó a finales de esa centuria y se extendió hasta la década de los 70 del siglo pasado.
Fotógrafos convencionales de la época eran requeridos para captar imágenes de muertos, encontrando una nueva oportunidad para ampliar su negocio profesional. Grandes maestros del retrato como Virxilio Vieitez, Ramón Caamaño, Ksado, Joaquín Pintos, Pedro Brey, Maximino Reboredo, Pacheco o Francisco Zagala tienen en su colección de obras fotografías de fallecidos en sus ataúdes, tanto solos como acompañados de sus familiares.
Testimonio de la muerte
Esas imágenes, inquietantes y un tanto macabras si las vemos desde la óptica actual, cumplían en la Galicia de la época varias funciones. La primera era la de ofrecer testimonio de la muerte de un familiar, algo fundamental para repartir herencias o dividirse los gastos del sepelio, sobre todo cuando algún integrante de la familia estaba en la emigración. En estos casos, las fotos de los difuntos eran enviadas por carta a América para demostrar el fallecimiento.
Motivos sentimentales
Lo que comenzó siendo una especie de certificado notarial se convirtió con el paso del tiempo en una costumbre que atendía también a razones sentimentales. En una época en que la fotografía estaba reservada a celebraciones especiales y en la que pocas familias podían acceder a pagar a un profesional para tener su propio álbum familiar, la muerte de un ser querido llegaba de imprevisto sin tener ninguna imagen del difunto para la posteridad.
La solución para esos casos era hacerle un último retrato in extremis con el que honrar su memoria y conservar un recuerdo de su imagen. Así lo recoge la historiadora del arte Virginia de la Cruz Lichet, autora de la tesis doctoral “Retratos fotográficos post-mortem en Galicia (siglos XIX y XX)” y del libro “El retrato y la muerte. La tradición de la fotografía post-mortem en España”.
Si el difunto era un niño o una persona joven, la razón fundamental para capturar su imagen era la de mantener una prueba de su existencia. En estos casos, las escenas captadas se envuelven en un ambiente más blanco y dulcificado que en los retratos de adultos. Así, bebés, niños y adolescentes aparecen en sus féretros vestidos de blanco y con adornos florales en su pelo, como tratando de divinizar el momento y presentarlos como angelitos. En ocasiones aparecen acompañados de sus padres y hermanos para formar parte del álbum fotográfico familiar. Gran parte de estos retratos infantiles están datados a finales del siglo XIX, pues la epidemia del sarampión de 1893 dejó un buen reguero de víctimas de corta edad.
Una tercera motivación para realizar fotografías mortuorias es de carácter ritual, según sostiene esta investigadora, y engloba una serie de creencias acerca del más allá habitado por almas en pena que mantienen una estrecha relación con los vivos.
Una costumbre importada
El antropólogo Manuel Mandianes sostiene que los tres motivos indicados –testimonial, sentimental y ritual– se mezclan en los retratos fúnebres en Galicia, si bien destaca que esa costumbre fue importada de otros países. “Fueron los emigrantes retornados quienes implantaron esta práctica aquí, porque en la Galicia rural, en nuestro estrato más profundo, se pensaba de las fotos lo mismo que consideran actualmente los indios de la Amazonia: que cuando haces un retrato, el espíritu se queda atrapado en esa imagen”. De hecho, según relata este experto, cuando se moría una persona en casa había que tapar instantáneamente espejos, ventanas y todo aquello con capacidad de reflejar una imagen porque impedía al difunto emprender su viaje al más allá al quedar el espíritu atrapado en el reflejo.
Esta creencia no es patrimonio exclusivo de Galicia y existe en otras culturas agrarias.
La escenografía de los retratos post-mortem solía incluir al cadáver vestido con sus mejores galas y rodeado de objetos religiosos y composiciones florales, tal y como hace Maximino Reboredo (1876-1899). En muchas de las fotos el difunto aparecía acompañado por sus familiares y allegados que velaban el cuerpo en la mejor estancia de la casa. En esas escenas suelen aparecer mujeres enlutadas y con pañuelo negro en la cabeza e incluso niños presentes en el velatorio o el entierro. Esas imágenes, impensables hoy en día, inducen a pensar que la muerte era vista como algo más natural y cercano en aquella época de lo que lo es ahora, en que es un tema tabú y se trata de alejar a los menores de los rituales y ceremonias fúnebres.
El canon estético que empleaban los fotógrafos que realizaron su trabajo en Galicia seguía el modelo establecido en el siglo XIX, si bien cada profesional introdujo su propia impronta. Según comenta la doctora De la Cruz, Ramón Caamaño introduce como novedad la de retratar el difunto solo y con una vista frontal pero ligeramente ladeada. Por su parte, Virxilio Vieitez, el retratista de Soutelo de Montes, introduce otras figuras humanas en la foto, otorgándole un carácter de documento testimonial de las prácticas del rito funerario en la Galicia de los años 60 del siglo XX.
En todas estas imágenes, los fotógrafos hacen emanar una atmósfera fría y una rigidez penetrante, como si la esencia del cadáver invadiese el ambiente, tal y como considera esta investigadora en sus publicaciones En las miles de fotografías analizadas por esta estudiosa, llaman la atención las realizadas en las primeras etapas, cuando se intentaba disimular la muerte montando una escenografía que hiciese parecer que el difunto estaba vivo. En esas imágenes solía aparecer el muerto sentado en una sofá junto a otros familiares mirando a la cámara, con aspecto de adormilado.
La mayoría de las fotos de difuntos realizadas en Galicia no seguían esa estética, tal vez porque la práctica tardó años en llegar o quizás por la propia visión de la muerte existente en las tierras del noroeste de España. Así, las imágenes que se conservan no disimulan el deceso y demuestran la esmerada preparación realizada por los familiares del difunto para la ocasión.
Sea como sea, la relación de nuestros antepasados con la muerte difiere de la que tenemos en la actualidad. Las elevadas tasas de mortandad hacían que no fuera extraño tener una o varias pérdidas en la familia, sobre todo en el caso de niños y personas jóvenes. A medida que evoluciona la medicina y se alarga la esperanza media de vida, los decesos se apartan de nuestras vidas y esas imágenes desaparecen de los álbumes de fotos. Desde los años 80 no se conocen retratos post-morten realizados por profesionales.