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La mirada de Lúculo crónicas gastronómicas

Chirac y la cabeza del rey

El expresidente francés tejió, con sus alardes de franqueza campesina y la afición por la cocina tradicional, la leyenda de la tête de veau como plato favorito, que le acompaña en su perfil gastronómico

Chirac y la cabeza del rey

Si en el imaginario gastronómico los gourmets son paladares finos y los gourmands estómagos curtidos, el desaparecido Jacques Chirac encabezaría el segundo pelotón. Del mismo modo que se ganó el mote de monsieur cinq minutes, douche compris por la fugacidad de sus devaneos sexuales también podría habérsele motejado como monsieur tête de veau por la afición a ese plato, uno de los que mejor encarnan la fortaleza de la tradición en la cocina francesa.

La cabeza de ternera procede de animales lechales de 120 kilos todo lo más y consta de la carne que encontramos en ella después de pelarla, los morros y las carrilleras interiores, incluidos los sesos y la lengua, que también se desolla en crudo. Lo mejor es encargarle la tarea a un carnicero de confianza. Se arma entera y se envuelve bien apretada en rollo en un plástico de cocción para charcuteros o en un trapo antes de ponerla en agua hervida a fuego suave durante tres horas como mínimo, junto con vino blanco, zanahorias, apio, cebolla o cebolleta, un bouquet de hierbas, unas hojas de laurel, un cabeza de ajo, unos clavos, pimienta negra en grano y algo de sal. Una vez cocida se corta como si fuera fiambre y se presenta acompaña de patatas cocidas y una tradicional salsa ravigote, compuesta de mostaza de Dijon, aceite y vinagre, a la que se le añade, perejil, estragón y perifollo, además de alcaparras y chalotas picadas finas. O de una gribiche, similar aunque con huevo y pepinillo.

Por sus características gelatinosas la tête de veau no es un plato lo suficientemente atractivo para todos los públicos, también carga con cierta simbología y no precisamente por culpa de Chirac. La cabeza de ternera representa la cabeza del rey, en primer lugar, pero también es una receta de campesinos, históricamente obligados a comer los restos de la bestia. La mitología revolucionaria la eleva posteriormente a plato metropolitano y parisino, como si el campo finalmente hubiera conquistado la ciudad con sus grandes cuencos de vísceras hervidas.

Parece ser que originalmente la cabeza era la de un cerdo, y que estaba rellena. Habría sido reemplazada, durante la Comuna, por la de un ternero. Chirac confesó un día que era su plato favorito y se la servían todo el tiempo, donde quiera que fuera, en todas las salsas y con todos los caldos. Fue precisamente coincidiendo con en esa ola de fervor hacia el gusto culinario del rey del Elíseo las veces que más la comí. Recuerdo la del viejo Thoumieux, en la Rue Saint-Dominique, cerca de la explanada de los Inválidos. Más tarde, tengo entendido, desapareció de la carta. De igual manera que el mismo Chirac debió de cansarse de que se la ofrecieran a todas horas. De hecho, uno de los chefs del Elíseo, Guillaume Gomez, quiso en 2017 salir al paso considerando el asunto "una leyenda urbana" y explicando que en doce años únicamente se la había cocinado un par de veces. Pero fue el mismo expresidente francés el que agigantó la leyenda cuando, en plena crisis de las vacas locas, explicó que había que mantenerlas porque de ellas vienen los terneros, y de estos resulta esencial salvaguardar sus cabezas. Puede que el gesto superase de largo a la afición, puede que no, el caso es que Chirac, defensor de la cocina de terroir, sostuvo la tête de veau en el podio de sus pasiones culinarias junto con la choucroute alsaciana y los caracoles, que imprimían a su personalidad la franqueza campesina correziana que le apetecía cultivar bebiendo, por ejemplo, una cerveza. Hay que tener en cuenta que sus predecesores en el cargo eran refinados goumets: Giscard se volvía loco por las trufas y Mitterrand tenía obsesión por el foie gras, las ostras y los ortolanos, que pidió que le sirvieran en el banquete con que quiso despedirse de la vida. En Francia siempre ha gustado etiquetar a los gobernantes por su perfil gastronómico. Ello prueba el interés sincero de los propios franceses por la comida. "Es la mesa lo que gobernamos", escribió Bossuet en el siglo XVII. Y es en ella donde los modales se aparean, los idiomas y las lenguas se aflojan y las alianzas se anudan.

El chef Bernard Vaussion, que trabajó 40 años en el Elíseo, contó en 2012, en el libro donde repasa las aficiones culinarias de los presidentes, coescrito con la periodista Véronique André, que fue un verdadero placer cocinar para Chirac porque disfrutaba comiendo en la mesa. Gran defensor de la tradición culinaria francesa, sus declaraciones a favor de la cabeza de ternera hicieron que el plato le acompañase en la realidad y en la leyenda. Y atrajo, a su vez, hacia sí los efectos perversos en los anfitriones que buscaban siempre complacerlo...

Quizás demasiado.

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