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La mirada de Lúculo

Charlou y la cocina de la autarquía

Un paseo por la Francia rural de la granja de la mano de un chef singular y apasionado bibliófilo que interpretaba a Brassens después de guisar conejos a la dulce mostaza violeta de Brive

Charlou y la cocina de la autarquía

Corrèze es uno de los 83 departamentos originales creados durante la Revolución Francesa, en 1790. Incluye parte de la antigua provincia de Limousin (Bas-Limousin). Su paisaje define esa Francia bucólica de campo esculpido por agricultores tenaces y defensores entusiastas del producto local. Los encargados de planificar el ferrocarril del siglo XIX, influidos en parte por la topografía del departamento, dotaron a Brive-la-Gaillarde de buenas conexiones convirtiéndola en un importante cruce de líneas. El tren llegó en 1860, en un momento oportuno, acto seguido de que la filoxera acabase con la industria local del vino. El nuevo sistema de transporte permitió a las granjas en los alrededores de Brive especializarse en frutas y verduras, que ahora podían transportar rápidamente a los centros de población más grandes del centro y el sur de Francia. La pujante agricultura motivó la creación de empresas e industrias relacionadas con la fabricación de mermeladas y licores, así como de madera, de envasado de papel, etcétera. La fortuna sonrió a todos.

Precisamente en Brive-la-Gaillarde, capital de la Baja Limousin, Charlou Reynal defendió durante algo más de tres décadas la riqueza culinaria de la región. Basándose en el precepto de que cada cosa tiene que saber a lo que es, o en último caso a todo aquello que le resulta afín o familiar, se dedicó a propagar la cocina de la autarquía, los platos e ingredientes auténticos del lugar. Nada más y nada menos.

En La Crémaillère, la casa de comidas de sus padres, donde reemprendió su carrera después de haber hecho las armas en chez Drouant, el histórico restaurante de Ópera, utilizaba de manera autosuficiente los productos de que disponían las granjas del lugar, y no se hablaba de otra cosa en el instante en que uno se sentaba a la mesa de aquel singular establecimiento de la avenida de París al que acudían intelectuales y libreros, además de otros comensales picados por la curiosidad gastronómica.

La col rellena de chalotas, miga de pan humedecida en leche, acederas, acelgas, grasa de oca, beicon y huevo, se convirtió en un símbolo de esa cocina. Charlou, como los campesinos, no compraba fuera para elaborar una receta, simplemente la readaptaba a lo que había en casa. Cuando estuve allí había choux farci (la col) y también el famoso conejo de Angers, el rey de Poitou pero criado en casa, que recibe un tratamiento de lo más digno antes de ser sacrificado con 18 semanas cuando no llega a los dos kilos de peso. La carne de estos conejos más jugosa de lo habitual se debe fundamentalmente a una alimentación a base de alfalfa, variados y ricos piensos verdes y cereales. Obviamente como estábamos en Brive, la opción consistía en comer el conejo al horno y guisado, en dos fases, con la mostaza violeta del lugar y la que para algunos es la mejor mantequilla de Francia, la de Echiré. Cebolla, beicon y vino de Corrèze, completaban el guiso. Probablemente no haya comido un conejo mejor que aquel en toda mi vida.

La mostaza violeta de Brive combina sabores dulces y picantes. En la región acompaña al magret de pato, la ternera, las morcillas, al apreciado buey Limousin y todo tipo de carnes de cerdo. Ya en el siglo XIV supuso el gran capricho gastronómico del Papa Clemente VI, nacido en Corrèze, que, al echarla de menos en Aviñón, se la encargaba a su moutardier Mesie Jaubertie. Este la preparaba con los ingredientes de origen. Con el paso del tiempo se convirtió en el producto más buscado en Brive. La mostaza se elabora con uvas rojas sin pepita que se hierven y pasan por un tamiz. Ellas son las que aportan el sabor dulce. Luego se mezclan con granos de mostaza, vinagre y especias. Acompaña, condimenta y refina cualquier salsa. Si caen por allí -no suele ser un sitio de paso- no se olviden de la moutarde violette. Jamás se arrepentirán.

Reynal, que murió en diciembre hizo tres años, fue además de un buen cocinero un tipo muy peculiar. No se cansó de divulgar los platos de su tierra en varios recetarios prácticos y, a la vez, reveladores. "Le gibier gourmand" y "Mes recettes du terroir" son dos de ellos. En sus páginas está, además de sus creaciones, el inmenso caudal de conocimiento que el chef adquirió de su madre y su abuela. Era un vehemente defensor de la cocina de las mujeres: para él una cocina inspirada en los sentimientos.

Durante más de quince años se dirigió a los televidentes a través de un programa en France 3 en el que, además de las preparaciones de los platos y de los atinados consejos, sobresalían su franqueza y acento inimitables. Los franceses lo adoraron por su autenticidad. En el propio restaurante, después de los servicios, no era difícil escucharle interpretar las canciones de su autor favorito, el inigualable George Brassens. Coincidiendo con la feria del libro de Brive, marchantes y escritores solían acudir allí. Charlou compartía con ellos una pasión bibliófila que no resulta fácil encontrar en otros cocineros, compatriotas suyos ni de ningún otro lugar. "No soy escritor, pero me gusta escribir", solía decir.

En La Crémaillère, en la misma esquina de siempre de Brive, se conservan sus utensilios de cocina y algunos de los objetos que quería. Pero no sus huevos con trufas, claro.

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