La mirada de Lúculo
Algún palomino de añadidura
La cocina cervantina asalta al viajero, como los bandoleros de antes, en cualquier cruce de caminos
Luis M. Alonso
Volviendo siempre a Cervantes, que en los últimos días, además, ha recobrado actualidad gracias al hallazgo de los restos de sus menudillos óseos, nos encontramos de sopetón con la cocina del Quijote. Comida casera, regional cuartelaria, de mesones y refranes. A medio camino entre la olla y la sartén, singular en toda su extensión, digna de su virginidad y también de revisión. La cocina manchega que, como los bandoleros de otra época, aguarda al viajero en un recodo del camino para asaltarle. Insufrible por el abuso del ajo, redimida por la peculiaridad de otros ingredientes que la convierten en precursosa de elaboraciones refinadas y buscadas en cualquier restaurante del mundo. Como son los casos del atascaburras y de los platos de caza, los estupendos galianos o el delicado morteruelo. ¿Qué es el atascaburras, con ese nombre salvaje primario, sino un precedente de la brandada provenzal, tan suave en su definición?
La cocina manchega es de gañanes y pastores, como bien ha escrito Lorenzo Díaz, autor de un clásico de las bibliotecas gastronómicas, La cocina del Quijote. Sólo hay que ver los torreznos, las migas canas, las gachas de pitos, los pistos, los morteruelos y los tiznaos, que se siguen sirviendo en los figones de Cuenca a Ciudad Real, en Toledo, Albacete y en casi toda Castilla La Mancha. La cocina cervantina está llena de sabrosas y sabias reflexiones culinarias. "Más quiero hartarme de gazpachos que estar sujeto a la miseria de un médico impertinente que me mate de hambre", admite Sancho.
Mención aparte merecen los duelos y quebrantos. Consiste en unos huevos revueltos con tocino entreverado, jamón serrano, chorizo, sesos de cordero, sal y pimienta, todo ello frito en grasa de cerdo. Cervantes, Lope de Vega y otros grandes de la literatura española del Siglo de Oro se refirieron a ellos. La historia mantiene abiertas las incógnitas. Es conocido lo que sigue: "Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda". Es decir, la hacienda del ingenioso hidalgo manchego. Sobre el origen del revuelto se han escrito muchas cosas. Que la comida provenía de los tasajos de las reses (ovejas y cerdos) muertos que consumían los pastores y labriegos y que el nombre del plato se debe al dolor que producía entre los hacendados la pérdida de ese ganado. Cristino Álvarez, un gastronómada, como se suele decir ahora, ha recordado que la modesta preparación literaria consiste, y como recuerdan algunos paradores castellanos, en "legumbres con huesos y despojos de ovejas muertas accidentalmente en cañadas".
La elaboración de los duelos y quebrantos es humilde como el plato. Con la grasa de freír el tocino, se pasa también el jamón y el chorizo. Los sesos de cordero se cuecen y se saltean con manteca de cerdo. Se incorporan a la fritura. Los huevos se baten en una cantidad proporcional y se termina el revuelto en la propia sartén. En ella se cocinan casi todos estos platos de pastor que no son ollas de carne y vegetales. Por ejemplo, las migas manchegas, tras incorporar el pan duro remojado a la fritura del ajo y de las guarniciones. Todo sobre la marcha y de manera sencilla, como las gachas y otras elaboraciones similares.
La olla de algo más vaca que carnero, todavía presente en algunas comandas, se tenía por un guisote de circunstancias que se llegó a permitir los sábados en España pese al voto de abstinencia instituido con la fiesta del triunfo de la Cruz y más tarde abolido por el Papa Benedicto XIV, en el siglo XVIII. Lleva judías blancas secas, morcillo de vaca, pie de ternera, jamón serrano curado, hueso de ternera o cerdo, algo de tocino fresco, chorizos y unas rebanadas de pan blanco, además de laurel y granos de pimienta negra. El salpicón, "las más de las noches", no es sino una ropa vieja, como tantas otras. Cervantes dejó prueba escrita del aprovechamiento de las sobras, extendido desde siempre en la cocina española. Los hidalgos castellanos, austeros, no eran una excepción dentro del conjunto: aprovechaban los restos de la carne del cocido de la comida y en ellos mismos encontraban el salpicón de la cena.
La pitanza del Quijote incluye también el palomino de añadidura de los domingos. El palomino, quintaesencia de los fogones manchegos, es el pollo o pichón de la paloma brava. En los itinerarios quijotescos, desde Esquivias hasta el Campo de Montiel, de Almodovar a Garcimuñoz, las mejores mesas ofrecen palominos. La forma más tradicional de prepararlos es trocear los pájaros en cuartos, sin patas ni cabezas. Lo siguiente es ponerlos a macerar en una gran cazuela de barro con leche, un poco de vino blanco seco, cebolla y ajo aplastado en su propia piel, por espacio de cinco horas. A continuación, freírlos enharinados hasta que doren y, devueltos a la cazuela, cocinarlos a fuego suave en el mismo adobo. Al guiso se incorporará un sofrito de pan, almendras y piñones, majado en el mortero. Los palominos se servirán tiernos con una reducción de la salsa.
El pichón de Manolo de la Osa, uno de los grandes cocineros de España, en su restaurante de Las Pedroñeras (Cuenca) no tiene mucho que ver con el palomino de los domingos de Alonso Quijano o de los hidalgos cervantinos. La carne, roja en un punto sublime, aromatizada con canela, envuelve al comensal en inolvidables texturas y fragancias. Junto con la sopa fría de ajo o la morcilla de caza sobre crema de patata, viene a ser un exponente de la gran gastronomía moderna manchega.
La cosa no acaba ahí. Los gazpachos o galianos son estupendos. También, el tojunto o la caldereta de cordero, o el atascaburras (guiso con bacalao). Y sobresaliente es el morteruelo de Cuenca, gran paté nacional basado en una vigorosa selección de las carnes de caza. Un morteruelo sobre unas tostadas o simplemente rebanadas de pan de leña sirven con una botella de vino, sin más, para una merienda gloriosa.
El Campo de Calatrava es cuna de la noble y generosa cencibel, que evolucionó de la variedad tinta de Borgoña que introdujeron los monjes cistercienses. La Mancha, con la mayor extensión de viña de España, ha sido siempre tierra de queso y vino. Tomelloso -tierra del pintor Antonio López y del escritor Francisco García Pavón, autor de las novelas de Plinio-, está levantada "sobre una gran cisterna de vino", como escribió Víctor de la Serna. Los caldos manchegos tienen ahora una proyección distinta para el consumo y una elaboración mucho más cuidada. "Carne de hoy, pan de ayer y vino de antaño, y vivirás sano", reza el refrán. Los refranes son, junto al ajo, el otro gran condimento. Si se quiere, menos alevoso.
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