Resulta curioso pensar que ya llevo vividas 53 nochebuenas; 54, si contamos la que me espera esta noche, o espero que me espere, no vaya a ser que de aquí a que llegue la hora de poner las viandas encima de la mesa ocurra alguna cosa, o deje de ocurrir, o no ocurra sencillamente nada, más que dejarme llevar por las horas hasta que pegue el primer bocado de la cena, que será el séptimo por la cola antes de que el año acabe, annus horribilis este 2020, con muy pocas nochebuenas y demasiadas noches viejas que guardar en el calendario de la memoria. Cincuenta y tres nochebuenas, decía, o cincuenta y cuatro, si cuento la de esta noche. Y le resto cuatro o cinco, que es más o menos hasta donde le alcanza a uno la memoria, y le quito otras dos o tres, que son las últimas, las más recientes, las que tengo más frescas en mi cabeza, esas de las que puedo decir fíjate, dónde estábamos hace un año, o hace dos, o hace tres. De la de hace cuatro ya ni me acuerdo, y de repente, comienzo a advertir que si le resto cuatro o cinco, que son las de mi primera infancia, de imposible recuerdo, y le quito las dos o tres últimas, apenas me quedan poco menos de cincuenta, cincuenta nochebuenas como cincuenta fogonazos, y quizá menos, acaso cuarenta y cinco, incapaz ya de ordenarlas, las que pasé solo y las que pasé en familia, de niño y de adolescente, las que pasé junto a las mujeres que amé y junto a las mujeres que amé un poco menos, aunque también las amé, las que he pasado junto a la mujer que amo y las que he pasado en compañía de mi hijo, de mis perros, algunos de ellos muertos, algunos ignorando que era nochebuena, otros conscientes de la víspera de navidad porque esa noche, esa noche buena, cenaban restos de besugo al horno y de patatas salteadas con cebolla y zumo de limón.

Puedo enumerar más de mil escritores, unos 200 pintores, un centenar de amigos de Facebook, miles de músicos y decenas de alineaciones del Real Madrid y de la Selección; recuerdo la Holanda del 74 con Rensenbrink, Cruyff, Neeskens, Jongbloed, Rep, Krol y los hermanos Van der Kerkhov, como también a la Alemania de aquella final que vi en Cercedilla, con Müller, Beckenbauer, Maier, Breitner, Bonhof y Berti Vogts en la defensa; recuerdo de carrerilla la quinta del Buitre, Míchel, Butragueño, Sanchís, Martín Vázquez y Pardeza, estoy viendo, como si fuera ahora mismo, que no es ahora mismo, sino hace muchos años, dónde me encontraba cuando mataron a Carrero y qué pasó el día aquel que murió Franco, lo mismo que cuando mataron a John Lennon y cuando murió David Bowie, cuando cayeron las Torres Gemelas, que estaba yo en un gimnasio haciendo bicicleta estática y tuve que salir corriendo a la redacción y me duché en el vestuario y me puse colonia, y no dejaba de ver en mi cabeza aquellas imágenes de los aviones entrando en las torres como un puño en una tarta.

De los atentados de Atocha también me acuerdo como si fuera ayer, que no fue ayer, sino en 2004, un 11 de marzo, en una cocina que daba a un jardín, y mi suegra de entonces, la abuela de mi hijo, una mujer buena, llorando a lágrima viva, llorando los dos en un abrazo, y me acuerdo porque no soy de abrazar a las suegras, qué mala fama tienen las suegras. Me acuerdo de todo aquello y puedo recitar sin vacilar, o acaso con alguna duda, 45 días de mi vida, que es también la de otros, 45 canciones de los Beatles o de Elvis, sin mirar un solo papel o sin acudir a Google, que no existía en aquellas nochebuenas de mi niñez de las que apenas logro recordar unas pocas. Cuarenta y cinco no son tantas, pero apenas consigo reunirlas en una hoja de papel, mucho menos las cincuenta y tres que llevo en este mundo, cincuenta y cuatro si contamos la de esta noche, la primera de ellas, la de hoy, que ya se acerca, con un juego de mascarillas en mi cajón de las mascarillas, donde se juntan con calcetines muy bien doblados y con ropa interior para caballero que huele a plancha, aguarda limpia y doblada, llegada de Portugal, donde vive mi suegra, otra suegra, a quien no me importaría abrazar, qué mala fama tienen las suegras.

Recuerdo juegos de cartas sí; partidas de bingo, sí; a mi padre bailando en el salón y en el tocadiscos sonando las navidades flamencas, Los Gemelos del Sur y el Príncipe Gitano, que ya no estará para recordar esta nochebuena, la de hoy, la de esta noche, porque murió en abril a tiempo de vivir una pandemia y de pasear al perro, si es que tenía, si es que lo hizo, con mascarilla. Parece sencillo recordar números de teléfono antiguos, posiblemente (o probablemente) más de cuarenta y cinco y acaso cincuenta y cuatro, de cuando se apuntaban en una agenda que estaba todo el año junto al teléfono de sobremesa con aquel marcador de rueda que sonaba rocrocrocrocrocroc al girar y regresar a su posición de origen. Aquella agenda que mantuvo su dignidad, ahí, junto al tapete de ganchillo y la lámpara del taquillón, que se hizo fuerte en su posición, como quien resiste en un castillo un asalto enemigo, cuando el aparato pasó a tener teclado de marcación y el pulsado de los números ya no sonaba como la carraca de juguete de niño (o de niña), que sonaba ya con un pi pi pi que nos metía de golpe en 'Blade Runner' y en la odisea del espacio de Kubrick y en aquel monolito que nadie entendía en 2001, qué lejos estaba entonces 2001 y qué lejos parece ahora también, tan lejos como aquellos primeros teléfonos móviles de Moviline que mantenían con vida nuestra vieja agenda sobre el taquillón para pasar a estar herida de muerte en cuanto comenzamos a grabar los números en las nuevas generaciones de teléfonos de Movistar y Vodafone, y entonces guardamos la agenda en un cajón del taquillón, y la mirábamos de vez en cuando para grabar algún número sin atrevernos a tirarla a la basura, no fuera que necesitásemos el teléfono de aquellos tíos del barrio de San Blas para felicitarles la nochebuena.

Y entonces, el teléfono se convirtió en el regalo de todas las nochebuenas, y al fin decidimos desprendernos de aquella agenda llena de tachones, unas veces a lápiz, otras a bolígrafo, donde se había reescrito una vez tras otra, generación tras generación, el número de teléfono de nuestros tíos de San Blas o del Poble Nou, o de Redondela, o del Carme, o de cualquier barrio de Oviedo, la heroica ciudad que dormía la siesta (igual ya no lo hace), primero siete dígitos, luego nueve (por el prefijo), tachón, luego el móvil de Moviline, se tachaba el fijo, y luego el móvil de Movistar, y se tachaba el de Moviline, y de una nochebuena a otra olvidamos los números de teléfono nuevos, incapaces de recordar más de cuarenta y cinco, mucho menos de cincuenta y tres, o de cincuenta y cuatro, si contamos esta nochebuena, la de esta noche.

Y a mis 54 años no logro anotar con precisión más de treinta nochebuenas, apenas treinta, conque mucho menos cincuenta y tres, no recuerdo sino anuncios y cenas con convivientes y allegados, numerosas muchas de ellas, en soledad alguna otra, que ya es algo más de lo que podrán recordar nuestros hijos, cuya Playstation de esta noche representará lo que para nosotros fue el Adidas Tango o aquella camiseta del Atlético con el 9 de Gárate que me regalaron mis tíos sin saber que yo era más de Juanito y Santillana, de Zoco y del Bosque, de Miguel Ángel y García Remón. Anuncios de El Almendro y vuelve a casa, vuelve, por Navidad, del turrón más caro del mundo, el gran caldo Maggi y las muñecas de Famosa, Magia Borrás y el Fuerte Comansi, de una mujer neumática que buscaba a Jacqs a bordo de una moto y de otra chica que había llegado nueva a la oficina, que se llamaba Farala, por cierto, y era divina y de la que todos queríamos ser novios, aunque tampoco descartábamos, por qué no, a la chica de la moto antes de casarnos con Farala y darle un abrazo a su madre, qué mala fama tienen las suegras. No he conocido a nadie que se llame Farala y muy pocas chicas en moto como la del anuncio.

Resulta curioso pensar que ya llevo vividas 53 nochebuenas; 54, si contamos la que me espera esta noche, o espero que me espere. La nochebuena es un bucle. Un retorno. O debería serlo, aunque no las recuerde todas. Y pienso que esta nochebuena de mascarilla y gel hidroalcohólico será la nochebuena de la mascarilla y del gel hidroalcohólico, que la recordaremos siempre como la recordarán nuestros hijos, y que nunca debimos olvidar las restantes, apenas treinta, cuarenta, cincuenta, que debimos anotarlas en la vieja agenda de teléfonos o en algún diario si lo hubiéramos tenido (que alguno tendrá. O alguna); que debimos darnos cuenta de que no merecía recordar las últimas treinta series de televisión que hemos visto, pero sí las últimas nochebuenas, o todas, o al menos las suficientes para llenar un papel, si es que aún queda alguien que escriba en papel, que cante villancicos, que baile las navidades flamencas o que sepa de la existencia de unos gemelos que venían del sur y cantaban a una mentira piadosa, qué canción más bonita, tan de infancia.

Sí, hubo un tiempo anterior a 2020 en que se celebraba la nochebuena como manda la tradición, y maldita sea no recordarlas todas como recuerdo ahora mismo, que no es ahora mismo, sino en el momento en que escribí esto, aquel gol de Neeskens que se las prometía muy felices a Holanda, el empate de Breitner y aquel postrero de Müller que le dio a Alemania el Mundial del 74, siendo yo un chaval entonces y quiero pensar que esta noche también. De hoy en adelante, prometo anotar cada nochebuena.