El país de la juerga permanente debe calibrar si un pacto con Podemos y Esquerra es más grave que haber dinamitado el primer gran puente festivo del año, los Reyes. Violando este paréntesis inaugural de 2020, Pedro Sánchez se ha abierto un resquicio entre el mar de tribunales penales que gobiernan España y la condenan generosamente. En un regate de efectismo oratorio, ha inaugurado su discurso con la frase más importante, "no se va a romper España". Por primera vez se apea de su vocación didáctica, para esgrimir la ironía.

Muy frágil había de ser España, si puede fracturarla un presidente menospreciado de modo sistemático por la afición. A fuerza de reinventarse, tras haber sido expulsado una vez de la cima del PSOE y cuatro veces de la investidura, Sánchez parece irrompible porque sigue porfiando. El país no acabará de entender nunca a su presidente del Gobierno.

Iglesias y Sánchez abrieron el lunes el vals de sus esponsales reivindicando la "conciliación familiar". Dada la tensión palpable en el Congreso, el único candidato del 10N que podrá conciliar es Albert Rivera. Quede claro que el líder socialista no es el mejor candidato, solo es el único candidato posible. De ahí que la crítica feroz de la derecha oficial debería empezar por reconocer que está encabezada por un frailuno Pablo Fra Casado. En una humillación inadmisible, el presunto líder de la oposición ha permitido que Cayetana Álvarez de Toledo le precediera en el uso de la palabra en el Congreso con una propuesta ridícula. La autora de los peores resultados históricos del PP en Cataluña olvida en su catarata de improperios que el Diluvio también fracasó, porque en el Gobierno de Sánchez caben más especies contradictorias que en el Arca de Noé.

En su presentación, Sánchez parece el Tribunal de Luxemburgo, recordando que la decisión de los votantes no es perfecta, sino inapelable. La voluntad de "traducir el resultado" repetía la fórmula de su dueto con Pablo Iglesias. Para elevar el recuento electoral a mayoría, tuvo que tragarse la píldora amarga de mencionar el "conflicto político catalán" en el Congreso.

Renunció a mostrarse olímpico para asumir el enfrentamiento con la oposición, le bastó un cuarto de hora de precalentamiento antes de desafiar abiertamente "las zancadillas" de la derecha. Al acusarlos de "sectarismo", sus rivales se quedaron boquiabiertos, se les atragantó por una vez el grito. La transición no se construyó con aciertos sino con audacia y, en otro de sus rasgos de arrojo suarista, Sánchez ha cometido el crimen de pensar que todos los partidos que concurren a unas elecciones españolas son españoles, por lo que se puede negociar abiertamente la investidura con ellos. Frente a la filigrana de plasmar su exótico gobierno de coalición, su pretensión de resolver el cambio climático es una niñería.