En su trayectoria vertiginosa, en la que los avatares personales se funden hasta hacerse indisociables de la historia reciente, Pedro Sánchez fue el redivivo, se autodenominó el resistente, quisieron hacerlo el breve y ahora suma a los posibles sobrenombres el de temerario. La vuelta a las urnas fue una apuesta personal y la de un entorno casi reducido a su jefe de gabinete, Iván Redondo, a la vista de la victoria insuficiente de abril. Había una suma factible y directa con Ciudadanos. Pero, por primera vez, Rivera se mantenía inamovible en lo dicho, sin abandonar el rechazo radical, incluso maleducado, al candidato socialista. Superadas las urnas, el hiperlider se confinó en lo que entonces fue, con perspectiva resultadista, una exitosa táctica electoral, pero solo acotada a un plazo corto e insostenible después, como muestra la dramática noche de Ciudadanos.

Sánchez cedió a desgana ante quienes desde el partido lo empujaban a un intento de entendimiento con Pablo Iglesias. Son dos egos de mal asiento que no caben en un mismo gobierno y ocupan tanto que aunque uno de ellos quede fuera el acuerdo resulta imposible, como ya sabemos. En la negativa de Unidas Podemos a aceptar los términos la última oferta socialista, la vicepresidencia y los tres ministerios en torno a los que se escribirá el capítulo principal de la historia fallida de la organización, encontró Sánchez alivio y frustración. Con el no de Iglesias llegó el consuelo de comprobar que los hechos le daban la razón en que el entendimiento resultaba inviable y evitaba el peligro de convertirse en insomne por dar entrada al Ejecutivo a lo que anticipaba como una fuente continua de problemas. La contrapartida era un fracaso parlamentario, que afea su currículum personal con la excepcionalidad de ser el único candidato rechazado por el Congreso en dos investiduras fallidas.

En este escenario, y si ya hubo una repetición electoral, nada impedía beneficiarse del tabú roto en 2016 en la búsqueda de un sustrato parlamentario más favorable. Sánchez debe mucho a Mariano Rajoy como el frontón en el que fortaleció su liderazgo. Quizá su mayor deuda consiste en que el presidente al que desalojó con una inédita moción de censura le mostró que una de las facultades más potentes de quien gobierna es su capacidad de administrar el tiempo de todos. Por eso trató de romper a los rivales con la exasperación de no clarificar el calendario, mientras disfrutaba en el olimpo internacional, donde lo recibían como la gran esperanza blanca de la socialdemocracia europea. Sumido en el deleite se le fueron los plazos y la repetición, si en algún momento pudo ser una idea provechosa, mudó en temeridad en el momento en que invadió los plazos previsibles para hacer pública la sentencia del Supremo en la causa contra los líderes de la intentona secesionista catalana.

La resistencia legal de los nietos de Franco, esa familia que se sostiene gracias al enorme patrimonio acumulado en la rapiña por un dictador ascético y al papel couché, consiguió que su exhumación sirviera de artillería electoral. Sacar a Franco de Cuelgamuros fue el gran movimiento simbólico y de justicia con la historia de los derrotados que Sánchez anunció para fortalecer un gobierno bonito urgido de resultados visibles. La batalla en todas las instancias judiciales actuó como una losa suplementaria sobre la losa que se mostraba inamovible y que amenazaba también con sepultar a quien intentaba exhumar lo que con la Transición quedó en apariencia bien enterrado. La oportunidad de consumar lo tantas veces anunciado sin éxito se leyó como el efecto ambivalente de cumplir con lo dicho y fortalecer la nostalgia sobre la que galopa Abascal. El fuego en las calles de Barcelona y un dictador momificado que revivía a los suyos, dos acontecimientos fuera de la hoja de ruta inicial que redondearon la temeridad de Sánchez.

Para contrarrestar los signos adversos, el presidente que quiere dejar de ser interino, hubo de fajarse a fondo en una campaña electoral en la que, contra su costumbre, se prodigó hasta el error, como habría de reconocer. En contra de la manoseada afirmación de Andreotti, el poder si es escaso desgasta también a quien lo tiene. Madrileño del 72, el mayor de esta nueva generación de líderes disfuncionales, envejeció de forma visible desde que consiguió asegurarse su pequeña parcela en la historia patria.