Cabe hablar de sentencia dictada de antemano sin cuestionar la integridad judicial, desde el momento en que ninguna hipótesis predictiva contemplaba la absolución. Ni los abogados defensores confiaban en la disolución de los cargos. Desde el primer momento solo se debatió el volumen del castigo, el termómetro de los años de prisión. En lugar de enredarse en disquisiciones sobre el sexo de la rebelión, conviene recordar que la justicia no es binaria. Ni la sentencia es la única posible, ni otras valoraciones son descartables. El veredicto es una elecció condicionada por sus autores y, hoy más que nunca, por el entorno. Las condenas mayúsculas del procés por un delito misterioso dependen del ámbito y del ambiente. Hay que excluir de la valoración a los dos millones de votantes del referéndum, pero también a los españoles que piensan que todos los catalanes merecen la cárcel.

Se llega así a la seducción de la sedición. Se rebaja la temperatura de los denunciantes del golpismo compensándolos con penas de órdago, se alivia la calificación de los independentistas al tambalearse el edificio acusatorio pero sin pestañear en el castigo, se le recuerda al Gobierno que los altos magistrados no están para juzgar disturbios callejeros pero se expiden las cárceles solicitadas. La mejor excusa del Supremo es que no podía hacer otra cosa, nadie sale de una revisión médica a fondo sin una dolencia, su papel no era recordar a los separatistas que no han engañado al Estado sino a sus partidarios. Al recurrir a la vía penal, solo quedaba determinar los encierros. Si la importación de Tarradellas del exilio por parte de Suárez hubiera llegado al Supremo, la condena del entonces presidente del Gobierno también estaba asegurada, por no hablar de la legalización unilateral del PC. Ambos gestos se consideran trascendentales en la configuración democrática, y su autor es el único héroe intachable de la transición.