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Las urnas que todo lo mueven

La votación se transforma en una fiesta que recarga de nuevo las baterías emocionales del "procés", con centenares de personas haciendo cola durante horas

Cola para votar en el centro cívico La Sedeta, en Barcelona. // Efe

"¿Tú sabes lo que significa esto?", pregunta Ana María Busquets, de 88 años, mirando con incredulidad a su interlocutor, a sus ojos casi un marciano que ignora en qué planeta ha caído. Su pregunta lleva pegada al dorso la respuesta. Y la respuesta es que nadie que no pueda sentir lo que esta anciana sintió ayer al votar "sí" a la independencia de Cataluña, en la Escola Univers de Gràcia, podrá entender lo que ayer sucedió a lo largo y ancho de la comunidad autónoma.

"Es algo que venía de tantos años... ¿Que si es importante? Es despampanante, es algo que nunca me hubiera imaginado, después de correr tantas veces delante de "los grises", de que me pegaran... Es una alegría indescriptible".

Cuando salía ayer del centro de votación, por el lado de la calle Bailén, Ana María Busquets iba como en volandas por los aplausos, casi jaleada, y de ahí procede esa alegría que no puede contener ni describir acertadamente. Es algo natural a la vez que inexplicable.

Su testimonio, como el de muchos otros catalanes que votaron en ese mismo punto, o en la guardería Fort Pienc, en la zona de Sagrada Familia, o en cualquiera de los colegios que los Mossos d'Esquadra evitaron cerrar -por decirlo suavemente-, refuerza la tesis del "procés" como conflicto político de primer orden que, en su recta final, ha elevado la emotividad a cotas de decisión política que difícilmente podrán ser equilibradas por ninguna oferta de Madrid. Salvo, claro, la independencia.

"No espero nada en concreto después de esto, porque ya estoy al final de mi vida, pero lo de hoy servirá al menos para que sepan que estamos aquí", continúa la anciana Busquets. ¿Quién tiene que saberlo? "Toda la derecha española; no Rajoy solo, sino el conjunto que está detrás de él y que le empuja", vuelve a razonar la mujer, que llegó a la Univers en silla de ruedas y que, en razón de su avanzada edad, disfrutó del privilegio de esperar ¡sólo! dos horas para emitir su sufragio.

La votación, al menos en este centro, se llevó a cabo de la siguiente forma: el votante, provisto de papeleta, con sobre o sin él, llegaba a la mesa electoral, donde mostraba el DNI al interventor (casi siempre un voluntario, porque las notificaciones para constituir las mesas, que se sepa, nunca llegaron). Su número de carnet era apuntado a mano en un papel y también se introducía en un registro digital, mediante una aplicación de móvil, para después subirlo a la red, a la "xarxa", que fue tumbada y levantada varias veces durante toda la jornada.

Todo este proceso lo detalla Cristina Busques, trabajadora social de 52 años que votó en blanco. "No soy independentista, creo en el Estado federal, y si tuviera que tener fe en algo, diría que la tengo en un Estado sin fronteras", expone para explicar por qué ha votado en blanco.

El 1-O, calcula, "habrá sido como un reto, un pulso, pero sus consecuencias, no lo sé, son impredecibles". Después razona: "Lo cierto es que han conseguido mover a mucha gente, incluso a mí, que no soy independentista. Hay que hacerlo muy mal para moverme a mí".

Cristina habla, claro, del discurso del Gobierno y del PP. Y, sobre todo, de las decisiones "desproporcionadas" de fiscales y jueces -que aquí se toman siempre como decisiones del Ejecutivo- que en la última semana, "crucial", la decidieron a votar en blanco. Antes de las detenciones de la cúpula de la Consejería de Economía, y del barco con el "Piolín", Busques simplemente iba a ignorar que ayer había un referéndum en Cataluña.

Pedro García Jiménez, de 55 años, originario de Baza (Granada), es creativo publicitario. Votó "no". Argumentos: "No creo que sea necesario declarar la independencia. No me creo el 'Espanya ens roba' y además me da pánico el resultado económico de todo esto a corto plazo; a largo... bueno, pero a corto es un desastre". Pedro no le vio ninguna emoción especial a la experiencia. "Yo creo que lo único que podemos conseguir de esto es que la próxima vez sean más civilizados y monten una consulta como Dios manda".

"Sí, hay que ir a votar. No hacerlo supondría aceptar que la gente no tiene derecho a opinar y decidir su futuro, aceptar el estatu quo actual y que Cataluña no tiene la entidad política propia que según todas las encuestas y los resultados electorales sus ciudadanos le otorgan". Es lo que piensa Jordi Riera, para quien la consulta, más que legal, es "legítima".

Sobre el futuro a partir de hoy, Riera está convencido de que el proceso soberanista continuará su andadura, "porque la demanda del derecho a decidir es mayoritaria, transversal y socialmente consolidada".

Eso es el futuro; el presente -ya el pasado- es la celebración de una consulta con estándares democráticos más propios del siglo XIX que del XXI: censo universal, papeletas impresas en casa, sin sobres, voluntarios para constituir las mesas y una red telemática de la que dependía que una persona no pudiera votar dos o tres veces.

En algunos casos, además, los catalanes pudieron votar en grupo, sin censo a la vista sobre la mesa ni identificación de ningún tipo. Pero aún peor es que el Govern no supiera quién tenía que validar los resultados, disuelta la Sindicatura Electoral a fin de que sus miembros no tuvieran que empeñarse para pagar las multas que les había endosado el Constitucional.

Y las urnas, ¿dónde estaban? Alojadas en casas particulares, en los propios puntos de votación (sanitarios, educativos o deportivos) y... en un caso, en una iglesia: la de Santa Julià de Ramis (Gerona), donde el presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, iba a votar.

Lo impidió el vigoroso comportamiento de la Guardia Civil, que, maza en mano, rompió la puerta cristalera y penetró en el pabellón deportivo para requisar las urnas. Al final, Puigdemont terminó votando en Cornellà del Terri (Girona).

Mención aparte merece el comportamiento de los Mossos d'Esquadra, que se pusieron de perfil para no empañar el prestigio del cuerpo con intervenciones de riesgo. Las que hubo que hacer para salvar la cara -y, de paso, cumplir la orden de la juez Mercedes Armas de impedir la votación- hubieron de asumirlas la Guardia Civil y la Policía Nacional.

Y el caso es que los tres cuerpos tenían el mandato expreso de frustrar la votación. No unos más que el otro. Este cronista fue testigo de los paseos que las patrullas de la Policía autonómica (dos agentes, muchas veces un hombre y una mujer) daban alrededor de los centros de votación, sin que en ningún caso decidieran intervenir.

A veces se paraban a hablar con un joven, con una pareja, pero no identificaron a nadie; eran como patrullas de proximidad. De madrugada ya los habían recibido con claveles en los centros de votación ocupados desde el viernes. Cerraron unos trescientos. De 2.315. Dadas las circunstancias, un éxito.

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