Los partidos soberanistas han ganado ampliamente en escaños, pero no así en votos. Si las elecciones autonómicas de Cataluña no se hubieran presentado con carácter marcadamente plebiscitario y como un intento de asaltar la legalidad constitucional, la victoria de Junts pel Sí no sería discutible salvo porque los resultados obtenidos por Artur Mas, lo que queda de Convergència, ERC y los colectivos de humoristas y cantantes, son peores que los que CiU y el partido de Oriol Junqueras acostumbraban a conseguir otras veces.

Dadas las circunstancias, Mas o alguien de su entorno debería preguntarse si para este viaje hacían falta alforjas: la fuerte fractura social, un partido diluido en una amalgama de emociones sin amasar y la dificultad no ya solo para formar gobierno, sino de aspirar a presidirlo dependiendo como se depende para ello de la CUP, la extrema izquierda antisistema, demuestran que no. La pluralidad política del futuro Parlament resulta, por primera vez, de lo más insólita.

Los plebiscitos no se resumen en escaños y sí en votos. Junts pel Sí y la CUP, sumados, no alcanzan el 48 por ciento de los sufragios emitidos. En relación con el censo electoral, y aunque la participación haya sido muy alta, el porcentaje secesionista disminuiría. Incluso teniendo en cuenta la ambigüedad mostrada por la versión catalana de Podemos, los partidos no soberanistas han sido los que han obtenido el domingo un mayor número de votos. Conclusión: más de la mitad de los catalanes que se han pronunciado en las urnas quieren seguir siendo españoles. Pero eso, además, no significa que en una consulta sobre la independencia todos los votantes que han apoyado a Junts pel Sí se fuesen a declarar a favor de ella. Es fácil interpretar que no todos los soberanistas apoyan la secesión, como se ha demostrado en el reflejo de los datos de las encuestas preliminares sobre las elecciones de este domingo. En cualquier caso, únicamente tres de cada diez ciudadanos se consideran independentistas.

Si para algo han servido las autonómicas plebiscitarias de Mas es para contar a los catalanes. Probablemente también para que, a la vista de los resultados, el resto de España, cansada de sufrir el sermón soberanista, piense a partir de ahora que Cataluña no está perdida: que la mayoría de sus habitantes quieren proseguir la convivencia con el resto de los españoles sin renunciar a lo que son. Las cifras, interpretadas en votos, ayudan asimismo a reflexionar sobre las ventajas de reformar la Constitución y convocar una consulta sabiendo que el independentismo sería incapaz de lograr los dos tercios que en una circunstancia así se requieren para desenchufarse. Al no hacerlo, igual estamos perdiendo el tiempo y una oportunidad de oro para zanjar el asunto por lo menos durante unos años.

CDC y ERC, con Unió, sumaban 71 escaños. En compañía de la farándula, 62. Se han quedado sin la acostumbrada mayoría. El discurso federalista del PSC, por su inconsistencia, no ha logrado enganchar, y Sí que es Pot, con peores resultados que ICV, ha naufragado en la ambigüedad. Pablo Iglesias, desde Madrid, insistió, frivolizando desde el mismísimo enunciado de la frase, en que "un país llamado España debe poder acoger a una nación llamada Cataluña".

A su vez, el PP, con Xavier García Albiol, volvió a ser la víctima propiciatoria de un estado de opinión muy contrario al partido del Estado. En cambio, emergen como ganadores Ciudadanos, con un resultado espectacular, que lo convierte en la principal fuerza de oposición en defensa de la unidad española, y, en el otro extremo, la CUP, que, con sus diez escaños, se encuentra en poder de la llave de la gobernabilidad, partiendo de unos planteamientos hasta ahora inéditos e irreconciliables con el "seny": la defensa de la movilización callejera, del movimiento okupa y de la salida de Cataluña de la Unión Europea.

Se podría decir que España ha ganado en autoestima con el recuento de los votos; sin embargo, la situación no será lo que se dice fácil de gestionar en los próximos meses. La pregunta más formulada es: a partir de ahora, ¿qué? No hay que confiar en respuestas lógicas y razonables por parte del independentismo. Los soberanistas, como ya han manifestado, querrán hacer valer "el mandato democrático" de los escaños obtenidos para seguir con el "procés". Por lo menos, la CUP, dueña de la llave, ha dado marcha atrás en la declaración unilateral de independencia al reconocer que el plebiscito se ha perdido. A la vez mantiene que no apoyará a Artur Mas, que podría pasar a ser el personaje prescindible a partir de ahora.

El período constituyente anunciado contará con nuevos interlocutores. ¿Qué debe hacer el Gobierno? Sin duda, mantener la calma y obligar a cumplir la ley ante cualquier intento de volar los puentes. No olvidemos que la estrategia de los secesionistas hasta el momento se ha basado en la provocación y en mostrar al mundo que Cataluña es víctima de la intransigencia del Estado español.

Esperar de los partidos constitucionalistas que cierren filas, con una elecciones generales a la vuelta de la esquina, es lo mismo que pedirle peras al olmo. Sin embargo, la confusión y la irresponsabilidad podrían pasarles factura a quienes se dediquen a fomentarlas en el resto de España. Impartir buena pedagogía será importante. El recuento de los catalanes que se muestran en contra de la independencia, la mayoría, es un razonamiento de peso para imponer la legalidad incluso frente a los que la desprecian. Las cifras nada desdeñables de quienes apoyan el soberanismo son, a su vez, una razón para no perder de vista el diálogo en busca de una salida que haga algo más llevadera la inevitable fractura social.

La dificultad para formar "govern", además de reforzar las cortinas de humo que el "procés" ha utilizado hasta ahora, podría propiciar unas elecciones adelantadas que la candidata Inés Arrimadas, consciente del altavoz que Ciudadanos convoca en la conciencia de muchos catalanes, ya se ha apresurado a reclamar. Este tipo de interrogantes tendrán en las legislativas de finales de año examen y respuesta. Algo diferente es que el problema catalán se diluya como un azucarillo en las procelosas aguas de unos resultados que, pese a ser cristalinos, cada cual interpreta como le apetece o conviene.