Sofocados por la asfixiante calorina, los leones de Ponzano que vigilan el Congreso fueron ayer testigos de una solemne declaración. Felipe VI inauguró la nueva era de España ofreciéndose a impulsar un estímulo ético desde la primera institución del Estado. Si los hechos acompañan al discurso y el nuevo Rey no se echa perder por el camino, la idea de integración con que su padre procuró coser los intereses de un pueblo que salía de la larga noche del franquismo podría completarse con la de la integridad institucional, algo que los españoles demandan para poder empezar a hablar de otras cosas. Pero no resultará una tarea fácil.

En cuestiones de moral pública, este país ha desfilado siempre con el paso cambiado. Ahora, en uno de sus grandes picos, vuelve a ser lo que el general Leopoldo O'Donnell, duque de Tetuán, llamaba un "presidio suelto". Aquella frase ingeniosa llegó a convertirse en síntoma de las desesperanzas que le produjeron sus propias experiencias políticas como presidente del Consejo de Ministros, no solo con Isabel II sino también con el díscolo pueblo español.

La partitura requiere más de un intérprete. La ejemplaridad del jefe de Estado tiene que existir y el Rey, dijo el propio Felipe VI, ha de ser un referente de ella. Solo así, como él mismo volvió a recalcar, el monarca se ganará el aprecio, el respeto y la confianza de los súbditos. En eso podría traducirse el cambio de estandarte: pasar de azul Borbón a rojo carmesí. Hacen falta, ya digo, solistas y hasta un coro: la clase política y todos los demás residentes en el "presidio suelto" de O'Donnell.

El soberano reina hasta donde alcanza su papel constitucional y asume la representación del país como sucede con el presidente en una república. No se puede decir que Italia no haya exhibido ejemplaridad desde Pertini a Napolitano y, sin embargo, ni las instituciones ni el pueblo, en buena medida, han seguido siempre el camino indicado desde el palacio del Quirinal.

Felipe VI, en su discurso de Rey, ofreció una monarquía renovada para un tiempo nuevo, consciente de que su primera misión es recuperar el afecto de los españoles por la Familia Real. El primer Borbón en pedir disculpas públicas por su conducta fue su padre. Felipe VI sabe que no va a tener tantas oportunidades para arrepentirse como él. Su llegada al trono no coincide como hace 39 años con anheladas expectativas de libertad, los problemas son otros. Uno de ellos, mantener sin que se rompan los puentes del entendimiento la teoría esbozada por el monarca de que unidad no significa uniformidad. "En España cabemos todos", dijo. "Una nación no es solo su historia, sino un proyecto integrador". Palabras que a Mas y a Urkullu les entraron por un oído y les salieron por otro, como demostraron al sustituir la displicencia por la conformidad protocolaria de la proclamación. Apenas aplaudieron, claro que no. ¿Qué se creían?

El viaje de Felipe VI camino del Congreso para su proclamación comenzó pasadas las diez de la mañana en la confluencia de Cedaceros con la Carrera de San Jerónimo. Allí esperaba el presidente del Gobierno, desinhibido del protocolo en la opinión de los expertos, pálido como una tiza, algo cegado por la luz solar. La monarquía, por algo se trata de una institución familiar, acudía en familia al encuentro con la historia, el Rey, la Reina, la Princesa de Asturias y la Infanta Sofía. Dentro aguardaba la corona tumular que se exhibe en las proclamaciones y solo se coloca en los funerales. El rey no es coronado, sino en la muerte.

El tiempo muerto o tiempo nuevo que reclama Felipe VI será en último caso lo que los políticos y el pueblo quieran. Él únicamente ha marcado un rumbo que imponen las circunstancias, las suyas familiares, y las que han ido surgiendo en los últimos años: crisis institucional, paro, pulso independentista y la desesperanza que llevó a O'Donnell a definir España como un "presidio suelto".

Decidido a resumirse a sí mismo, el Rey quiso hacerlo describiendo perfectamente su compromiso constitucional. Su padre se vio obligado a jurar los principios fundamentales del Movimiento. Felipe VI es un rey constitucional desde el primer minuto. Al contrario de don Juan Carlos tiene por delante el trabajo de ganarse la confianza de un pueblo díscolo y algo mosqueado. Pero no la angustia diaria de enfrentarse al inmovilismo. La sopa cuece ahora en otro tipo de olla, el caldo y los ingredientes son distintos. Tanto que no resulta sencillo saber qué época plantea mayores dificultades, si la de la España que echaba a andar hace 39 años con las cautelas de quien pisa arenas movedizas o la que ha quedado colgada sobre el vacío por las sacudidas económicas, el soberanismo periférico y un déficit, en general, de calidad democrática.

Antes de abandonar el Congreso y dirigirse al balcón del Palacio Real, el nuevo Rey cruzó el Salón de los Pasos Perdidos tratando de encontrar su camino. Puede que lo halle.