Iñaki Urdangarín llegó al ducado de Palma sin saber que es más fácil conservar uno hereditario, que está acostumbrado a una dinastía, que uno nuevo. En el primer caso, basta con no alterar el orden establecido por los antecesores y contemporizar con los cambios que puedan producirse. Cuando se trata de un honor de nueva creación, los hombres cambian con gusto de alabar al señor a criticarlo con dureza y a afilar la lengua contra él (como hizo Eva Hache en la gala de los Goya y decenas de humoristas gráficos). El conde adscrito a un territorio de costumbres, lengua y organización distintas a las de la suya, como es el caso de Palma, debe también convertirse en paladín y defensor de los vecinos menos poderosos y no dedicarse a vaciar las arcas de la ciudad o de la comunidad autónoma.

Un duque innovador en la forma de hacer negocios o relacionarse con las autoridades electas del lugar se transforma en enemigo de todos los que se beneficiaban de las formas antiguas y no se granjea más que una tibia amistad de los que se beneficiarán con las nuevas. Es lo que le ha ocurrido a Urdangarín con Diego Torres, Jaume Matas o Pepote Ballester. Hubiera sido importante para un duque como Iñaki Urdangarín saber que las amistades que se adquieren con dinero, y no con la altura y nobleza de almas, son relaciones de las cuales no se dispone y, cuando son necesarias, no se las puede utilizar.

La primera opinión que se tiene del juicio de un duque se funda en los hombres que lo rodean, si son capaces y fieles, podrá reputársele de sabio; pero cuando no lo son no podrá considerársele prudente porque el primer error que comete es la elección de sus colaboradores. Tampoco le conviene molestar con sus andadas al Rey, aunque éste sea su suegro, porque en cuanto el Monarca se percate de su error, aunque sea tarde, tratará de subsanarlo.

Lo peor que un duque puede esperar de un pueblo como el mallorquín es ser abandonado por él; de los poderosos, si los tiene por enemigos, no solo debe temer que lo abandonen, sino que se rebelen contra él. En cuanto al pueblo, dado que los hombres se sienten más agradecidos cuando reciben bien de quien sólo esperaban mal, se somete más a su bienhechor que si le hubiese otorgado el ducado por su voluntad. Si obra correctamente, no le resultará difícil a un duque sabio mantener firme el ánimo de sus ciudadanos durante un periodo de crisis.

Un duque no debe robar a los súbditos ni volverse pobre y despreciable ni mostrarse expoliador. Es mejor que se gane el tilde de tacaño, que implica vergüenza sin odio, que, por ganar fama de pródigo, incurrir en explotador, que implica venganza con odio. La mayoría de los hombres, mientras no se vean privados de sus bienes -tienen un puesto de trabajo y no corren el riesgo de ser desahuciados- y su honor -no se burlan de ellos-, viven contentos; y el duque queda libre para combatir la ambición de los menos.

Evitar la adulación es otra virtud. Por tanto, debe rodearse de hombres de buen juicio, a los que dará libertad para decir la verdad, aunque en las cosas que sean interrogados y sólo en ellas. Un duque debe preguntar a menudo, escuchar con paciencia la verdad acerca de las cosas sobre las cuales ha interrogado y ofenderse cuando se entera de que alguien no se la ha dicho por temor. Aunque un duque que no es sabio no puede ser bien aconsejado y, por ende, no puede gobernar, a menos que se ponga bajo la tutela de un hombre muy prudente que lo guíe en todo.

* El 99,9% de este artículo es una transcripción con ligeras correcciones de "El Príncipe" de Nicolás Maquiavelo. El pensador, diplomático y político italiano ya advertía en 1513 a Lorenzo de Médicis sobre los errores que, cinco siglos después, han llevado al duque consorte de Palma (obviaremos la broma del duque em... Palma... do) al desprestigio, a la chanza y a sentarse por segunda vez ante un juez. Malos consejeros, ambición sin límite, expolio de los bienes del pueblo -vía presupuestos públicos-... todo estaba escrito.