Las elecciones no son la legislatura igual que la batalla no es la guerra, como escribe Ruiz-Doménec: "Podría decirse que más bien lo contrario, la batalla es una interrupción de las operaciones cotidianas para dar entrada a un elemento ritual". Terminada la fiesta de la democracia y el carretaxe, la realidad prosigue en su conjugación diversa. Los votos de ayer han sido puntos seguidos.

La anticipación atenúa la alegría del PPdeG. Se aplaza una renovación que produce vértigo. Feijóo ya ha anunciado que ha sido su última vez. Le esperan Génova o un consejo de administración. Aunque siempre podrá desdecirse y le sobrará quien se lo ruegue, el conflicto sucesorio tensionará las corrientes internas. Nadie ha crecido a la sombra de Feijóo, de quien se teme el "fuese y no hubo nada".

El PSdeG se diluye en candidatos de usar y tirar. Gonzalo Caballero durará lo que el agradecimiento de Pedro Sánchez por haberle ayudado a empujar aquel Peugeot 407. El socialismo gallego cojeará mientras carezca de una voz propia. La actual es un simple eco entre Madrid y sus alcaldes de taifa. Si a Feijóo le faltan hijos, a Gonzalo Caballero le sobran padres.

Es Pontón el líder con mayor recorrido a su frente. El BNG recupera a los votantes que la marea mareó. Pero no es la primera vez que el nacionalismo de izquierdas divisa su paraíso en el horizonte y nunca ha sabido dar el paso restante: abrirse a otras sensibilidades en un proyecto cohesionado que le permita ser al menos socio mayoritario en una coalición gubernamental. Las discusiones bizantinas sobre el sexo de los ángeles seguirán dividiendo ese flanco.

Galicia se mantiene en tal tripartidismo. Para las novedades españolas de la época, de Podemos a Vox pasando por Ciudadanos, no queda espacio. En cuatro años habrá nuevas elecciones, otra batalla que interrumpirá las operaciones cotidianas sin alterar sustancialmente el curso de la política gallega, incluso aunque el PPdeG pueda quedar desbancado puntualmente como en 2005. Solo la irrupción de un centroderecha nacionalista, por desgaje popular, abriría la cancha a nuevos juegos transversales. Y aunque difícil, Pablo Casado puede conseguirlo si se empeña en imitar a Abascal en su furia centralizadora.