Isabel Bugallal / A Coruña

A lo lejos se adivina el mar. Quizá algún privilegiado llegue a disfrutar de su vista, pero a la mayoría de los hipotéticos residentes de Costa Miño, paradógicamente, les está vedado. En la urbanización que construye Martinsa-Fadesa, hoy convertida en un erial, el sol cae a plomo y el único alivio es una tenue brisa que sopla de vez en cuando. Los árboles parecen esquejes y, a las tres de la tarde, proyectan una famélica sombra sobre el asfalto. A lo lejos, los pinos pintan una mancha verde. De cerca, lo que hay es hierba seca, tierras removidas, tubos de plástico para conducciones, material de construcción apilado, alguna hormigonera que conoció días más productivos y un bosque de esqueletos de hormigón. La figura humana ha desaparecido del paisaje.

Una nave da la bienvenida a la urbanización, anunciando la venta de viviendas -1.300, buena parte de las cuales ya está vendida- da acceso a la parte de la obra que lleva mayor retraso. Las calles se adivinan entre hileras de adosados. Algunos están bastante avanzados e incluso de su interior salen ruidos de obra. Otros, la mayoría, son estructuras en el aire.

En un descampado, se amontonan bancos de hierro y papeleras, un mobiliario para humanizar un día el yermo en que está anclado Costa Miño desde algún tiempo, cuando empezaron los problemas y se hicieron patentes las ausencias en el tajo.

"Desde que llegamos nosotros, hace más de un mes, esto está así, sin apenas actividad, y muy pocos obreros", dice un hombre mientras trabaja en una obra vecina poniendo el tejado a una casa unifamiliar.

En otra obra, más adelante, dos obreros confirman que "desde hace al menos tres meses" ha ido cesando la actividad. "Pero ahora parece que es definitivo", añaden, y explican que sólo se trabaja en el interior de las casas que están a punto de concluir.

La versión de la gente de Martinsa-Fadesa, sin embargo, es diferente. El jefe de obra se niega a hablar y remite a las oficinas de la promotora en Madrid. Un encargado, más osado, se atreve, y asegura que todo va bien: "Yo sigo funcionando normalmente, lo mismo que mi grupo, de 37 obreros". Se ocupa de la "urbanización interior", "los jardines", dice, aunque no rastro de nada parecido. "Cada uno está en su tajo todos los días", afirma: "A mí me siguen pagando y a mi gente, también".

Siguiendo la carretera, más adelante, el mundo queda radicalmente dividido. A mano izquierda, el desierto con obras a medio terminar. A la derecha, el campo de golf. Un hombre arrastra una bolsa con los palos mientras abandona el club, donde un grupo de socios almuerza, ajeno a lo que ocurre en el exterior. La pequeña piscina del club permanece vacía.

Un lugar aséptico y fresco, al lado del secarral que es todo aquello, aunque siguiendo la carretera se abren caminos que nada tienen que ver con la urbanización de Martinsa-Fadesa, y conducen a casas aisladas habitadas por lugareños.

Y, por fin, se levantan las primeras viviendas de la promoción ya habitadas. Los aparcamientos están en su mayor parte vacíos y apenas se ve gente. Una pareja desciende de un vehículo. Son de los pocos compradores que residen allí de forma permanente: "Somos tan pocos y estamos tan dispersos que ni nos conocemos".

"Casi todo el mundo que tiene casa aquí la compró para especular. Al día siguiente de haberla adquirido ya habían colgado el cartel de `se vende", añade esta pareja, que vive rodeada de veraneantes madrileños.

"Se vende". El cartel continúa puesto en varias casas. En otras -las menos-, cuelga el de "se alquila". No parece agradable vivir en este lugar. No hay servicios de ningún tipo. Ni una mísera tienda de comestibles, ni un bar, nada de nada... "Sólo está el golf, y únicamente para los socios. Para cualquier cosa, debemos de ir hasta Miño o Pontedeume".

"Es una urbanización fantasma", concluyen. Y tal como se han puesto las cosas, dan por hecho que no verán "el enlace con la autopista", por el que suspiran estos habitantes de Costa Miño, donde el único sonido que llega es el de los coches que cruzan la AP-9.