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El hombre que trae el olor a otoño

Tras dos inviernos de ausencia, Rober Costids ha vuelto a encender su carro de castañas en la calle Calvo Sotelo. El humo cálido se mezcla estos días con el aire frío de principios de otoño en A Estrada, y recuerda tanto a vecinos como visitantes que algunas tradiciones aún resisten al paso del tiempo.

Rober Costids con su carro de castañas en la Calvo Sotelo.

Rober Costids con su carro de castañas en la Calvo Sotelo.

A Estrada

Esta semana, la calle Calvo Sotelo de A Estrada volvió a oler a otoño. Un aroma cálido y familiar, que mezcla humo, papel de periódico y el crepitar de las brasas, se extendía de nuevo por la milla de oro estradense. Tras dos años de ausencia, regresaba el castañero. El mismo de siempre: Rober Costids, de Vilagarcía, que durante más de una década formó parte del paisaje cotidiano de las tardes frías del municipio.

Su carro metálico, con las marcas del fuego en los laterales y el brillo opaco del uso constante, volvía a ocupar su lugar. Junto a él, su mujer, Sofía Rey, atiende con una sonrisa a quienes se acercan atraídos por el olor. En las manos, los cucuruchos de papel de periódico conservan la esencia de la tradición. «La gente nos echaba de menos», reconoce Costids con una mezcla de orgullo y alivio.

Durante los dos últimos inviernos, el humo del puesto no se alzó sobre A Estrada. «Eran años poco de fruto y no tenía suficiente para vender», explica. Los castaños apenas dieron colecta, y el oficio, como tantos otros ligados al campo, se resintió. Pero este 2025 promete ser distinto: los montes de Lalín, de donde procede la mayor parte del producto que asa Rober, han vuelto a ofrecer buenas castañas. «También compramos a veces en Portugal, pero este año la castaña gallega parece que viene de muy buena calidad», añade.

El regreso ha sido recibido con cariño por los vecinos. «Se acercan y nos dicen que se alegran de que hayamos vuelto. Hay clientes que me conocen de hace años», comenta el castañero mientras agita los cajones de castañas bajo el fuego. Sofía asiente y añade que el cálido recibimiento de la gente compensa el frío. Ambos, de 41 y 40 años, comparten no solo trabajo, sino también un modo de vida itinerante: cuando no hay temporada de castañas, recorren ferias y fiestas con el «Torito Vacilón», una pequeña atracción infantil que complementa sus ingresos, así como una foodtruck. De hecho, son un fijo de las fiestas del San Paio, por lo que los estradenses están más que familiarizados con sus caras.

Aun así, reconocen que la vida del castañero no es sencilla. Es un trabajo duro. Hay que estar muchas horas en la calle, al frío, a veces incluso con lluvia. «Si llueve no hay ambiente, por lo que sé que no voy a vender mucho. Aun así, si ya tengo las castañas en el fuego, espero para no perderlas, o al menos no todas», explica Costids mientras revisa de nuevo las brasas. La lluvia es, junto al viento, el peor enemigo de un oficio que depende tanto del clima como de la paciencia del vendedor.

El humo atrae a los transeúntes, que se detienen unos minutos a observar. Algunos se llevan un cucurucho; otros simplemente agradecen que la tradición siga viva. El sonido del papel al desplegarse, el calor en las manos y el sabor dulce y terroso de la castaña asada bastan para devolver a muchos a su infancia.

El vilagarciano siente gran cariño por esta tradición, y siempre ha intentado que sus hijos se interesasen por el oficio, pero confiesa que lo ve complicado: «Cuando eran pequeños los traía conmigo a veces, y les gustaba, pero ahora prefieren otras cosas. No creo que cuando yo me retire ellos cojan las riendas». Mientras nos lo cuenta, en su voz hay una resignación tranquila, la de quien sabe que las costumbres también tienen su ciclo. «Creo que el castañero acabará desapareciendo con nuestra generación», reflexiona. Quizá no falte razón: cada año son menos los puestos tradicionales que sobreviven al paso del tiempo, sustituidos por cafeteras eléctricas, franquicias y el ritmo acelerado de la vida urbana.

Pero mientras tanto, Rober y Sofía resisten. Su pequeño puesto es una isla de humo y conversación en medio del trajín diario. También le aguantan el pulso a la inflació, ya que decidieron no subir sus precios desde que empezaron hace más de una década: una docena de castañas cuesta dos euros. «Todo sube, a nosotros los proveedores también nos cobran más, pero no queremos encarecerlo», explica ella. Mantener el precio es, para ambos, una forma de respeto hacia sus clientes fieles.

Aunque ambos son de Vilagarcía y residen allí con su familia, solo montan el carro de castañas en A Estrada. «Podíamos ponernos allí, pero nos gusta este pueblo, es muy tranquilo y al mismo tiempo hay buen ambiente, incluso nos planteamos hace años mudarnos», confiesa Sofía Rey. A Estrada, dicen, los acogió como si fueran de casa, y cada temporada que regresan se sienten más integrados en el cosmos de la villa.

Cuando el sol cae y el aire se enfría, el humo del carro se hace más visible, como una señal que anuncia que el otoño ha vuelto. El aroma a castaña asada se cuenla en cada recoveco. Es un olor que pertenece a la memoria colectiva.

Después de dos inviernos sin él, el regreso de Rober Costids ha devuelto a A Estrada algo más que un puesto callejero: ha traído de vuelta cierto deje de nostalgia. En un tiempo en que las tradiciones se desvanecen con facilidad, su figura junto al carro humeante recuerda que aún hay oficios que, aunque frágiles, resisten al paso del tiempo y al avance de la modernización.

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