IN MEMORIAM

Francisco: el Papa que habitó en la bondad

Marcos Torres Gómez, párroco de Lalín: «'Reza por mí', me dijo al oído en un abrazo»

Marcos Torres fue 
recibido por el Papa 
Francisco en 2016.

Marcos Torres fue recibido por el Papa Francisco en 2016.

Marcos Torres Gómez

«Tu bondad, desde el primer momento de mi elección, en cada momento de mi vida aquí, me golpea, realmente me lleva, hacia dentro. Más que en los Jardines Vaticanos, con su belleza, tu bondad es el lugar donde vivo: me siento protegido».

Con estas palabras, pronunciadas por el Papa emérito Benedicto XVI en el 65º aniversario de su ordenación sacerdotal, se dibuja con nitidez lo que millones de personas sintieron a lo largo del pontificado de Francisco: una profunda experiencia de proximidad, ternura y misericordia. Quizás no hay frase más certera que la de Benedicto XVI para pintar, aún a brocha gorda, el «hasta luego» a quien supo hacer de la bondad un lenguaje universal.

La muerte del Papa Francisco no es sólo el final de la etapa en la historia del 266º sucesor de san Pedro. Es también la despedida de un líder cuya autoridad no descansó únicamente en la fuerza de sus palabras, sino también en la suavidad firme de su mirada y en la radicalidad de su ternura. Jorge Mario Bergoglio, que así se llamaba el jesuita argentino antes de su elección como sumo pontífice, fue el pastor de lo esencial e hizo vida la máxima de san Ignacio de Loyola: «en todo amar y servir».

Desde su elección en 2013, el estilo de Francisco desafió algunas formas. Su primer gesto, pidiendo la bendición del pueblo antes de impartirla él, ya anunciaba algo; ahora entendemos que mucho. No se trataba solo de un gesto, sino de manifestar su firme propósito de sujetar la brújula y mantenerla señalando al Corazón de Jesucristo encarnado sobremanera en los pobres, los marginados y los excluidos.

En su pontificado, Francisco animó a una «Iglesia en salida» con el deseo de que todos nos empeñásemos en encontrarnos con la humanidad doliente. Desde Roma hasta los confines del planeta, su mirada se hizo presente donde otros preferían -o tal vez preferíamos- no mirar: campos de refugiados, cárceles, hospitales, zonas devastadas por la guerra o el olvido, inmigrantes muertos en el mar. Eligió el lado de los descartados y consiguió girar el objetivo de muchos hacia allí donde sufrir era el presente continuo de tantos y, aunque la Iglesia estaba desde siempre, los muchos no lo sabían.

El Papa Francisco escribió sobre la fe –Lumen Fidei– recordando que «Creer significa confiarse a un amor misericordioso, que siempre acoge y perdona, que sostiene y orienta la existencia, que se manifiesta poderoso en su capacidad de enderezar lo torcido de nuestra historia» (LF 13). También lo hizo sobre la fraternidad y la amistad social –Fratelli Tutti– asegurando que «El bien, como también el amor, la justicia y la solidaridad, no se alcanzan de una vez para siempre; han de ser conquistados cada día. No es posible conformarse con lo que ya se ha conseguido en el pasado e instalarse, y disfrutarlo como si esa situación nos llevara a desconocer que todavía muchos hermanos nuestros sufren situaciones de injusticia que nos reclaman a todos» (FT 11) . Y gritó contra la «economía que mata» denunciando a los ídolos del dinero y del poder exigiendo una «ecología integral» que uniera la crisis ambiental con la social.

Reformó la Curia, continuó el trabajo de sus predecesores en favor de la transparencia, promovió la escucha activa en el seno de la Iglesia. Y nunca se desvió de un propósito: que la Iglesia fuese un «hospital de campaña»

Francisco no fue un revolucionario sin más como piensan algunos sino ese «dulce Cristo en la tierra» que dijo santa Catalina al hablar del sucesor de san Pedro en el siglo XIV. Su lenguaje no fue nunca de condena, sino de acompañamiento con el amor del Corazón de Jesús, la obediencia de san José y la alegría de san Francisco de Asís.

Tal vez su legado más profundo sea este: en un mundo herido por la polarización, por la violencia y por la indiferencia, Francisco recuperó la bondad como virtud política, teológica y humana. No como ingenuidad, sino como convicción. En tiempos de muros, él insistió en los puentes. En tiempos de algoritmos, él insistió en el rostro. En tiempos de gritos, él eligió el silencio orante. Abrió procesos, sembró inquietudes, invitó a caminar más que a quedarse quietos. Habló de «la dulce y confortadora alegría de evangelizar» sujetando la brújula hacia Cristo.

«Recen por mí», decía. «Reza por mí», me dijo al oído en un abrazo. Y no lo decía por formalidad. Lo decía porque sabía del poder de la oración ante el peso de la labor de ser fiel a Aquel que le había llamado y elegido.

Con acento porteño, con sentido del humor, con dolores físicos cada vez más presentes, pero con una esperanza que no se quebró: «Todos esperan. En el corazón de toda persona anida la esperanza como deseo y expectativa del bien, aun ignorando lo que traerá consigo el mañana», escribió en la bula de convocación del Jubileo Ordinario del año 2025.

Hoy, como dijera Benedicto, recordamos a Francisco como el que hizo de la bondad un espacio habitable. Para creyentes y no creyentes. Para católicos practicantes y católicos alejados. Para los que hemos estado siempre dentro –quizás como el hijo mayor de la parábola evangélica– y para los que estaban fuera y que, siendo Francisco el Papa, volvieron a casa.

Descansa en paz, Papa Francisco. En los jardines del cielo –más que en los de Roma–, tu bondad encontrará ahora su refugio, su razón y su origen en Aquel que, mirando con misericordia, te eligió.

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