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Un inciso

Una sirena en la arena

En una sociedad que exige vivir sin etiquetas, es tiempo para que la moda, las redes sociales o la publicidad trabajen para erradicar complejos

Una tarde junto al mar.

Siempre pasé un calor espantoso en la playa. De hecho, yo era feliz cuando los demás se quejaban porque el día estaba completamente nublado y no podían ofrecerle al sol su piel para que la tostase en un vuelta y vuelta. Odiaba estar en la arena, y eso que me tocó pasar en ella muchas horas en tiempos en los que regía aquella tortura de obligar a los niños a aguardar dos horas haciendo la digestión en el dique seco. Para mí la diversión estaba en el agua. Podía estar buceando durante horas, haciendo el pino y la voltereta para delante y para atrás, hasta que terminaba mareada. En el mar era una sirena, como lo era en la arena, porque me fabricaba mi propia cola de colores con la toalla de playa y con el único propósito de que no se me viese nada del pecho para abajo.

Hace un tiempo vi una fotografía en redes sociales en la que una adolescente me recordó tremendamente a mí. Era también ella una sirena varada en la arena, seguramente pasando un calor horroroso, pero incapaz de dejar caer esa asfixiante toalla para que sus complejos no quedasen completamente expuestos; para no sentirse juzgada, para que nadie más viese aquello que –seguro– la hacía apartar la mirada del espejo y que tanto desearía poder cambiar. Es más que posible que no hubiese, en realidad, nada que ocultar bajo esa toalla, que solo existiese a ojos de esa sirena que miraba cómo otros gozaban libres paseando mientras el mar bañaba sus pies.

La camiseta para jugar a las palas

A mí me encantaba jugar a las palas con mi padre, pero jamás lo hacía sin ponerme una camiseta. Suerte que todavía no eran tiempos en los que preocuparme por la celulitis –ya llegarían, ya–, sino tendría que elegir entre perderme esta sana diversión o fingir que me había cogido muchísimo el frío para que mi madre me dejase ponerme el pantalón. Quien siempre se sintió pato nunca consigue ver el reflejo de un cisne en el agua. Algunas fotos del álbum familiar me hacen ver hoy en día que yo también tuve momentos en los que podría haberme arrancado aquella toalla o hecho jirones la maldita camiseta y desplegar las alas que me regaló la adolescencia. Pero, por desgracia, cuando te ha tocado ser una niña gordita de la clase –léase la gafotas, la bajita, la jirafa, la de la frente ancha, la de los ojos muy juntos o la que cecea, lo mismo da–, ese concepto de ti misma te acompaña y te acompleja por muchos años. ¿Para siempre? Yo estoy convencida de que, si causó dolor, se queda contigo.

La maldita operación bikini

Con la llegada del calor, se amplifican los cantos de sirena. No es que no se escuchen durante el invierno, pero el sonido de la lluvia y las capas de abrigo que llevamos encima casi consiguen silenciarlos. Tomando ayer un café con una de ellas, sin cola de pez pero tremendamente hermosa, no quiso ni tocar el cruasán que acompañaba nuestras tazas humeantes. “Yo no puedo, estoy con la operación bikini”, sentenció a media sonrisa. Casi se me atraganta el bocado dulce que yo ya me había metido entre pecho y espalda tan pronto como me asaltaron la odiosa comparación entre ambas y su cruel amigo, el sentimiento de culpa. No pude evitar pensar en ello más tarde y sentir una rabia inmensa. Ya no por mí, sino por todas las niñas y niños que cada verano se fabrican una cola de sirena con su toalla o que sudan la camiseta de puro complejo.

¿Cuándo vamos a superarlo? A mis 42 años esto es algo que todavía consigue cambiarme el humor. Si un pantalón me aprieta, si me veo ceñida por una prenda que antes me quedaba suelta o si me toca compartir corrillo en bañador, el día se me nubla. Soy plenamente consciente de que somos muchas y muchos los que nos vemos afectados por este tipo de complejos, aunque cada quien los disimule como pueda, ya sea tratando de convencerse de que su cuerpo es ya “más de bañador que de bikini” o descubriéndose de noche ante la puerta de la nevera para desquitarse de la espartana privación diurna. La vida es demasiado corta para amargarnos de este modo.

Un parpadeo y a seguir extendiendo cánones

Creo que las imágenes de aquellas niñas esqueléticas con las que se visibilizó de manera dramática el problema de la anorexia y de otros trastornos de la conducta alimentaria están grabadas en la retina de muchos. Sin embargo, somos tristemente capaces de parpadear unas cuantas veces y hacerlas desaparecer, contribuyendo con comentarios y conductas a extender esos cánones sin sentido que muchas veces terminan generando estampas tan tremendas como esas.

Ni que decir tiene que las redes sociales han catapultado aquella estúpida e irreal vara de medir del mítico 90-60-90 (denle la vuelta a los nueves y concedan al cero su valor real para eliminarlos: les saldrá un 666, el mítico número de diablo). Ahora, habiendo filtros, no existen los límites. Todo el mundo tiene una vida plenísima y se levanta inmensamente bello cada mañana. Vamos, que la realidad puede reinventarse sin complejos. Literalmente: si existen defectos, se camuflan y a acomplejar a otros. Y lo tremendo de ello es que esas imágenes irreales y muchas veces trucadas se convierten en la nueva medida inalcanzable para muchas niñas y niños, que terminan enrollándose en una toalla hasta desaparecer por completo.

Para estar sanos, no esbeltos

Hay que cuidarse. Claro que sí. Comer lo más equilibrado posible y hacer ejercicio, pero para estar sanos, no para lucir esbeltos. Sobran las miradas inapropiadas, las opiniones sobre los demás que nadie te pide o esos gestos que condenan a desear que el día se nuble. Al final, si nos encontramos juzgando a alguien por cómo se le ve por fuera, termina cayéndose nuestro velo y mostrando cuán feos somos por dentro. Después de ser sirena durante tantas décadas, creo que no me arriesgo al decir que, en una sociedad que desea vivir sin etiquetas, es tiempo ya de que la industria de la moda, la publicidad, las redes sociales y un largo etcétera de sectores muevan ficha de una vez por todas para normalizar que –afortunadamente– todos somos diferentes y nadie tiene que quedarse varado en la arena.

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