Una familia con los brazos abiertos

Julio Senén Fernández y Ángeles Arguerey acogen desde hace doce años en su casa de Guimarei, junto a sus hijos, a niños sin hogar mientras se tramitan sus adopciones

Ibai, Geli, Julio y Nagore con 
el niño que tienen ahora en 
acogida y su amigo Andrew 
en su casa de Guimarei.   | // N.C.

Ibai, Geli, Julio y Nagore con el niño que tienen ahora en acogida y su amigo Andrew en su casa de Guimarei. | // N.C. / nerea couceiro

La primera vez que Julio Senén Fernández y Ángeles Arguerey, un matrimonio estradense afincado en Guimarei, pensaron en acoger fue en el 2010. Se había publicado un artículo en el que se pedían a familias del entorno de Teo que acogiesen a cinco hermanos, de modo que no hubiese que separarlos. La tristeza de la situación “nos llegó muy adentro”, confiesa Julio.

Como si de una señal se tratase, más tarde, mientras caminaban por el casco urbano, se encontraron con un cartel publicitario en una cabina de teléfono que rezaba “Ti tamén podes ser”. Instantáneamente lo supieron, y se informaron en el Concello para conocer cuáles eran los pasos a seguir. Finalmente fue Cruz Roja quién los avisó de la que sería la primera de ocho niños que pasarían por su casa. “R” tenía un año, “recomendaban que los niños fuesen más pequeños que los nuestros, por el tema de los celos” apunta Rosa. Así pues, tocaba decírselo a Ibai y Nagore, que si bien actualmente son jóvenes de 20 y 18 años, respectivamente, por aquel entonces tan solo tenían 6 y 5. “La primera vez es difícil, porque tienes todos esos miedos, es como ser padres primerizos. Después hay otras cosas, Nagore, por ejemplo, se celaba mucho”, bromea Arguerey.

“R” estuvo con ellos seis meses, y cuando hubo que devolverla, Julio asegura que “me derrumbé totalmente, era una niña muy alegre. Lo pasé muy mal y eso que fue una despedida muy fácil con sus padres biológicos. Después, con los días, recuperas la normalidad”.

El dolor de decir adiós no hizo que perdiesen la ilusión por continuar, y así lo hicieron hasta hoy. En el camino, hubo que lidiar con muchas complicaciones, no solo Julio y Geli, sino Ibai y Nagore, que de repente debían aclimatarse a compartir a sus padres con un nuevo miembro, cogerle cariño después de las primeras riñas, y finalmente acostumbrarse a la temporalidad de esos vínculos. Ibai recuerda especialmente a “A”, un joven que llegó a su casa con 8 años, su misma edad, y con el que tuvo que compartir habitación, aula en el cole y grupo de amigos. Para él “esta fue una de las pocas veces que de verdad me sentí triste, con él creé un vínculo fuerte”. Uno que no se rompió, pues hoy en día siguen siendo amigos y quedando frecuentemente.

Entre las anécdotas que marcaron a esta familia, Julio recuerda cuando “para que Ibai y A recuperasen su espacio, los apuntamos a campamentos de verano distintos. Cuando llevaba a A para entregarlo al monitor, él se iba fijando en como todos los niños respondían a la pregunta de quién los acompañaba, que solía ser papá, mamá, abuelo... entonces A me preguntó si podía decir que yo era su padre. Le dije que sí. Me di cuenta de su capacidad para observar pese a ser tan pequeño. Solo quería ser encajar, ser igual a los demás”. Y es que esa es una de las normas más razonables y crueles al mismo tiempo. Debes querer pero marcar la distancia. Actualmente cuidan de “D”, que solo tiene 20 meses, pero llegó a su casa con apenas días. Este pequeño, con una energía innegable, empieza a balbucear sus primeras palabras: “pa-pa-pa-pa” y señala a Julio. Aquí él debe corregirle, “no es papá, es Julio”.

A pesar de las dificultades, como compaginar el trabajo con los cuidados que requieren los pequeños a estas edades, Julio y Geli recomiendan encarecidamente esta experiencia: “ya no se trata solo del bien que estás haciendo, que es muy necesario, sino que te cambia como padre. Yo me di cuenta de que la paciencia que tenía con estos niños no la tenía con los míos, me hizo cuestionarme ciertas cosas y aprender mucho”, confiesa Fernández. Nagore e Ibai, que crecieron con el ejemplo de sus progenitores, también han sacado lecciones de estos doce años como familia de acogida “maduras antes, entiendes la suerte que tienes y que no todo el mundo goza de tus mismas circunstancias” señala Ibai. Nagore, por su parte, espera poder seguir con la labor de sus padres: “me gustaría acoger cuando tenga mi propia familia y esté asentada, pero lo haría con niños más mayores”.

Por supuesto, en este proyecto contaron con ayuda, con mención especial a la hermana de Geli y su sobrina, así como a Cheli, amiga del matrimonio. A nivel administrativo “el Concello siempre se portó bien, echando una mano incluso sin que nosotros lo pidiésemos”, afirman. Ahora ponen fin a esta etapa, y D será el último niño que acojan, con la esperanza de empezar a vivir un poco para sí mismos, algo que sin duda tienen bien merecido.

Ibai y Nagore junto a N.

Ibai y Nagore junto a N. / nerea couceiro

Ocho retratos en la pared familiar

La casa de la familia Fernández Arguerey tiene una pared de la que cuelgan retratos de cada uno de los niños que acogieron. Fueron ocho en total. Sus nombres no pueden ser compartidos, pero sí sus iniciales; R, con un año y estuvo seis meses, S, con 24 días, A, con ocho años, estuvo con ellos un año y medio y amenazaba con huir al bosque cuando le dijeron que sería entregado a otra familia. N, con cuatro meses, llegó de una casa de aldea infantiles y estuvo un año en este hogar estradense. Es la pequeña que sale entre Ibai y Nagore en la foto. Pese a ser una gran comedora durante su estancia en Guimarei, en sus primeros meses tras la adopción solo comía yogures y zumo. Más tarde llegó D, recién nacido y estuvo un año. A él lo siguió K, recién nacida y a la que criaron durante tres años, todavía hoy hace visita a su familia de acogida. Luego apareció V, que solo estuvo quince días, y el actual, D, que recogieron con diez días y tras año y medio sigue en su casa.

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