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Un inciso

La tumba del abuelo sin hijos

Nunca creí necesario recordar a nadie que ya no está visitando su tumba. Me di cuenta de que llevo años equivocada

Severino, tan alto como era en su edad adulta, sostiene a uno de mis primos.

Se llamaba Severino Villaverde Neira. Su lápida lo atestigua y yo lo recuerdo mientras paseo los ojos por esas letras relucientes que funcionan como un subrayador. Iluminan nombres y dejan una vida resumida entre dos fechas, junto al destacado de la edad a la que se apagó la luz. Sujeto a mi hijos con fuerza, tratando de retener sus ganas de echar a correr. Me veo obligada a cruzar la puerta del cementerio garantizándoles que es totalmente seguro pasear entre tumbas horas antes de la noche de Halloween. Después de repetirle a Alejandro, por enésima vez, que no veremos ningún zombie, les muestro dónde fue enterrado ese abuelo mío que nunca tuvo hijos.

No llevo flores. Sé que me encontraré el panteón familiar en perfecto estado de revista para el día de Santos y Difuntos. En el coche les he explicado a Sofía y Alejandro por qué he querido que hoy me acompañen por primera vez. Les cuento a quiénes vamos a visitar, poniendo amor en cada una de esas letras plateadas que mi hija junta en voz alta como lectora novel que es. Juan, Consuelo, Vicky, Carlos, José, Cipri, Maruja y Severino. Todos los nombres me encogen el corazón y algunas edades siguen hiriendo al decirlas a viva voz. Pero hoy, 17 años después de verlo por última vez, amplío para mis niños el recuerdo de Severino, consciente de cuánto lo quería y de lo fuertes que pueden ser los lazos afectivos aunque sea débil el grado de parentesco.

De acogida

Severino y yo compartíamos apellido casi de casualidad. Era primo de mi abuelo materno, aunque vivió en esa casa que todavía considero mía toda su triste vida. Siempre digo que no conozco en el mundo a nadie que supere a Antonio Neira en bondad, pero parece que su padre, que se fue un año antes de que yo naciese, compartía esta acentuada cualidad. Fue su buen corazón el que llevó a Juan Neira, con la friolera de 12 hijos y viviendo del campo, a acoger en su casa a los cinco hijos que dejaba su hermana tras hacer la maleta rumbo a una Argentina de la que nunca regresaría.

Recuerdo cómo Severino me narraba esa historia y me mostraba el retrato de la elegante señora en blanco y negro que siempre durmió a su lado sobre la mesilla de noche. No puedo recordarlo sin que el llanto me empuje los ojos, pensando en lo que debió sentir aquel niño privado del cariño de una madre y después de que una meningitis le dejase sin poder caminar con sólo cinco años. Todavía le escucho contándome cómo su mamá partía hacia una nueva vida a miles de kilómetros, asegurando que la de ese malogrado hijo sería pronto una boca que dejar de alimentar. Pero Severino era testarudo. Tanto como para empeñarse en arrastrarse, literalmente, por este mundo 76 años.

Tenacidad

Sus piernas nunca volvieron a responderle y se quedaron atrofiadas y encogidas bajo el tronco de una persona con una tenacidad envidiable. No quería silla de ruedas. De poco le servía. Avanzaba con ayuda de unos tacos de madera, al menos hasta que sus brazos tuvieron la fuerza suficiente. Hacía del bidé su pileta y dormía en una cama recortada, que se anticipó con mucho a esas que hoy día se presentan como capaces de crecer con el niño, solo que la suya nunca medró. Comía en un “tallo”, del que tuve de niña una réplica casi exacta, con la diferencia de que para mí era asiento o elevador y, para él, mesa. Se fue de la cocina de mis abuelos cuando él dijo adiós sin tiempo a despedirse.

Cada noche Severino subía su propio Everest. Ascendía con calma sobre sus tacos cada escalón del empinado camino a la cama, hasta que la falta de fuerzas terminó obligándolo a aceptar ayuda y a condenarlo, en los últimos años de vida, a permanecer en su habitación, con la compañía de la radio – “a min o que máis me gusta escoitar son os mortos”, me confesaba–, de su chupito de aguardiente antes del desayuno, su cajetilla de Celtas o Ducados y del chocolate, el único placer que endulzó su vida.

Barbero

No sé cómo, pero aprendió el oficio de barbero. Se ponía en lo alto de la escalera y sus clientes se sentaban varios escalones más abajo, dejando su cabeza a la altura de unas manos que compensaban con habilidad las carencias de sus piernas. Le gustaba el vino más que a un niño un caramelo. Mientras pudo, le encantaba pasar la tarde cerca del tonel, sirviéndose cuando le apetecía. ¿Y quién se lo iba a negar? Lo suyo no era una vida, era una condena a cadena perpetua para alguien que no era capaz de matar ni a una mosca.

Recuerdo esconderme junto a él mientras los dos escuchábamos pálidos cómo gritaba el cerdo el día de matanza. Yo me tapaba los oídos y, cuando liberaba los tímpanos de la presión que ejercían mis dedos, le escuchaba repetir aquello de “animaliño probe” como si fuese una letanía. Toda su distracción era subirse a una suerte de silla a la que llamaba bicicleta y que hacía mover con sus manos, como si pedalease. No iba muy lejos. Solo se colocaba en el puente que cruza la autopista para ver pasar los coches, esos a los que él había subido pocas veces en su vida, mayoritariamente para ir al hospital o para acudir, en contadas ocasiones, a la casa de esas hermanas que nunca tuvieron la vergüenza de ocultarle su incomprensible e inhumano desprecio.

Canto haberá que berrar para morrer?

Hacía mucho tiempo que no visitaba su tumba. Sentí su muerte como si se me hubiese ido un abuelo. Crecí con él, aunque solo yo ganase altura. Siempre fui para él Nitiña, aquella niña que le pedía si compartía con ella su chocolate; la que le preguntaba cómo había dejado de caminar; qué recordaba de su madre o la que trataba de convencerle de que no se iba a morir por mucho que el vino le nublase ya el juicio. Nitiña nunca pudo contestarle a esa pregunta que encerraba sus peores miedos: Canto haberá que berrar para morrer? Jamás supe qué responderle, pero aquel 30 de noviembre de 2004 celebré que a él no se le hubiese escuchado.

Nunca creí necesario recordar a nadie que ya no esté en este mundo visitando su tumba. Confieso que hasta me parecía una hipocresía acudir tal día como hoy, acicalando el panteón para luego espaciar en exceso esas visitas. Sin embargo, este domingo no pude dejar de aprovechar mi vuelta a Sigüeiro para convencer a mis hijos de que viniesen conmigo al cementerio. Adapté la historia de Severino a sus edades y, sin que lo supiesen, se los presenté también a él. Salí del camposanto convencida de que llevo años equivocada. Fue una visita que no necesito para mantener vivo el recuerdo de quienes tuvieron que irse, pero que ayuda a avivarlo. Si no fuese por la celebración de estas fechas, quizás mis hijos hubiesen tardado más en conocer a un Severino que hoy me he permitido presentar públicamente porque, como él, hay muchos otros bajo una lápida que no tienen a casi nadie que los recuerde tras esas letras plateadas.

Muchos llevan sus flores al cementerio el Día de Todos Los Santos. Otros lo hacen hoy, Día de Difuntos. La tradición oral asegura que la noche del 31 de octubre se abre la puerta que separa el mundo de los vivos del de los muertos. No sé si será así pero, por si acaso, yo esta vez me he tomado una copa de vino tinto en su memoria. Severino, espero que allá donde estés te sigan dejando un sitio junto al pipo y que no te falte alegría.

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