Plantean hacer visitables chozas de familias de presos del Valle de los Caídos para mostrar su miseria

Alfredo González y su equipo, en los días de excavación arqueológica de las chozas que moraban los presos del Valle de los Caídos. / ÁLVARO MINGUITO
La miseria que evidencian los vestigios de la vida cotidiana de las familias de los presos del Valle de los Caídos que malvivieron en las inmediaciones de los barracones donde dormían quienes construyeron el imponente Valle de los Caídos encoge el corazón. Así lo reconoce el soutelano Alfredo González Ruibal, director del proyecto de excavación arqueológica que entre finales de abril y mayo hizo emerger los restos de las chabolas que el franquismo quiso ocultar. Por eso, en la memoria que ultima sobre los resultados del proyecto “Arqueología del Valle de los Caídos”, González recomendará hacer visitables esas chabolas para mostrar la “otra cara” del Valle de los Caídos, trascendiendo su carácter “monumental y sobrecogedor”.
González dirigió al equipo de 17 personas que se implicaron en el proyecto de excavación: arqueólogos, un historiador para el trabajo de archivo y un fotógrafo profesional.
No era la primera vez que se enfrentaba a una excavación así. Hace años este arqueólogo del Instituto de Ciencias del Patrimonio del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) –también promotor y “alma mater” del Centro Etnográfico de Terra de Montes (Cetmo) en Soutelo de Montes– ya había participado en excavaciones realizadas en las chabolas que rodeaban los destacamentos penales –campos de trabajos forzados que hubo en los años 40 en distintos puntos de España– con los que se construyó la línea de ferrocarril Madrid-Burgos.
“La idea era hacer lo mismo en el Valle de los Caídos”, explica, en el marco de un proyecto más amplio de resignificación del mismo impulsado por la Secretaría de Estado de Memoria Democrática. Pero ignoraban qué se iban a encontrar: las chabolas en las que malvivían las familias de los presos de los tres destacamentos penales que hubo en ese ámbito –Banús, Molan y San Román– habían sido demolidas en los años 50 y 60. También los barracones de los presos se demolieron. En este caso, a conciencia. Ya solo se conserva el trazo del lugar que ocuparon. En las infraviviendas –construidas por los presos con ramas y piedras en su escaso tiempo libre en las que empezaron a residir sus familias de forma eventual o permanente– el estado de conservación es mucho mejor. Se limitaron a derrumbar su techumbre y la parte superior de su estructura, acumulando los cascotes en su interior. Gracias a ello, al realizar la excavación arqueológica se han podido rescatar numerosos elementos que hablan de cómo eran las chozas y la vida en su interior.

Imágenes de la excavación arqueológica en el Valle de los Caídos /
“Nos llamó la atención lo pequeñas que son. Da la impresión de que había un límite para construir. Todas tienen la misma planta, con unas dimensiones máximas de 3 por 3 metros”, explica. Su superficie ronda los 8 metros cuadrados. “Es tres veces menos que una chabola” de la época en Madrid, que rondaban los 25 o los 30 metros. Pero, aunque por fuera eran “todas muy estándar”, al observar el interior de cada una se puede adivinar “el intento de hacer de aquello una vivienda, un hogar”.
Presentan dos espacios, dos zonas diferenciadas: una cocina para cocinar y calentarse del intenso frío de la montaña madrileña y un dormitorio. La cocina suele tener pavimento: ”algo de cemento” que se supone que obtendrían en la obra. En la zona de dormitorio, “el suelo es simplemente tierra compactada” en la que, en algún caso, se clavan las maderas de la cama.
Impresionan los hallazgos que hablan de quienes sobrevivieron en esas minúsculas infraviviendas para estar cerca de los suyos: “zapatos de niños de 1 o 2 años, medicinas de las que muchas son complementos o remedios contra la malnutrición” generada por el “hambre” que pasaban sus moradores. Entonces, muchas mujeres no trabajaban. Dependían del salario de sus maridos –presos políticos, sindicalistas o militares republicanos– de cuyo pequeño salario el Estado aun se quedaba una parte. El resto era el que las familias podían utilizar para comprar unos zapatos o una lata de comida para los niños en el economato del recinto. Los vestigios hallados en la excavación evidencian que “no comían nada de carne”: en todas las chozas excavadas apenas han aparecido un par de huesecillos pequeños de conejo. Lo que sí se han hallado son trampas para conejos y pájaros. Se estima que era la carne que se podían permitir.
Las temperaturas bajo cero de esta zona de montaña madrileña, el raquitismo y las enfermedades broncopulmonares de quienes moraban en el entorno de donde se estaba construyendo el imponente Valle de los Caídos. Era parte del precio que pagaban por estar cerca de los suyos, de los que no les separaban alambres de espinos ni muros pero que debían estar a ciertas horas del día en ciertos puntos en los que le pasaban lista varias veces al día para asegurarse de que no habían huido. Los presos, además, presentaban y arrastraron aun después de salir del Valle de los Caídos dolencias debidas a las duras condiciones de trabajo que allí afrontaron. Especialmente los que trabajaron en la cripta, cuyo vaciado exigió utilizar dinamita que ocasionaba polvo que, al carecer los presos de mascarillas, les terminaría causando la silicosis que se cobró numerosas vidas de preso incluso años después de salir del destacamento penal.
Mientras permanecieron en él, las familias que residieron en los poblados hicieron una labor “muy importante de apoyo moral”, explica González, abogando por recuperar su historia y relatarla estableciendo una especie de centro de interpretación en el Valle de los Caídos en el que se pudiesen visitar las estructuras de las chozas recuperadas explicando sus condiciones de vida en cartelería e itinerarios definidos. “Lo ideal sería que hubiese información y objetos” recuperados durante la excavación, concluye.
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