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un inciso

San Paio 2021: la cara B

Botellón en la Praza da Feira de A Estrada al terminar las actividades de las fiestas.

No hay nada más triste que alguien que se cree gracioso y no consigue, por mucho que se esfuerce, arrancar una sonrisa. Resulta patético, penoso. En su cara A, El San Paio 2021 se despidió con carcajadas. Danny Boy y Miguel Lago se subieron al escenario, acompañados por el Obradoiro de Música Moderna Carlos Barruso, e hicieron lo que mejor saben hacer: darle la vuelta a la tristeza para insuflarla de optimismo y hacer que resulte tronchante. Sin embargo, cuando a la una de la mañana bajó el telón, comenzó la cara B de las fiestas. Los payasos saltaron de nuevo a la pista. No era su primer pase, ni mucho menos. Venían ofreciendo su espectáculo desde la noche del viernes. Si llevasen unos zapatones, una peluca rizada y la cara hecha un cuadro hubiesen tenido más gracia. Pero no. Dieron vergüenza ajena. Se limitaron a dejarlo todo hecho un circo a su alrededor, a escenificar un vergonzoso sinsentido que únicamente merecería que cada estradense se asomase a la ventana para abuchearlos y lanzarles tomates. Lo suyo hubiese sido que la Tomatina de Buñol se quedase, por comparación, en una mera salpicadura.

La otra cara de la moneda merece ser acuñada con el rostro del edil Gonzalo Louzao Dono. Dejemos la política al margen y pongamos el foco en el personaje: este joven estradense ha demostrado una entrega absoluta a la organización de las mejores fiestas patronales posibles. A él le tocó salir, en solitario, a un escenario nada fácil y dominado por la incertidumbre. A Estrada pudo estrenar atracciones, verbenas y múltiples actividades lúdicas y culturales para todas las edades, siendo muy cuidadosa con la situación sanitaria que todavía preside el día a día como negro telón de fondo. Los accesos estuvieron perfectamente controlados y se siguieron todas las medidas para que las celebraciones pudiesen hacerse en un contexto de seguridad. Después de un año y medio muy duro, por fin se respiraba alegría en la calle. Y allí estaba Gonzalo, en cada acto, dando la cara y tratando de que todo saliese como estaba previsto.

Cenicienta

Sin embargo, después de que el reloj marcase la hora en la que la normalidad debía desvanecerse como si fuese un sueño, tomaba el relevo la cruda realidad. La del gesto más feo. Cenicienta regresaba a casa con su vestido de fiesta y dejaba tras de sí un rastro de harapos y mucha suciedad. Está claro que todavía no tenemos pies en los que encajar un delicado zapato de cristal. La situación sanitaria es aun tremendamente sensible para quien tiene la conciencia de una asno y, por mucho que se trate de agitar una varita y entonar aquel Bibidi Babidi Bú, termina siendo imposible convertir un borrico en un corcel.

Además de saltarse cualquier protocolo, los jóvenes dejaron huella de su incivismo.

Además de saltarse cualquier protocolo, los jóvenes dejaron huella de su incivismo. Ana Cela Neira

Odio las generalizaciones. Casi siempre me parecen injustas. Y, sin embargo, en las imágenes de botellones descontrolados e incívicos en la Praza da Feira de A Estrada después de la una de la mañana no encuentro más que jóvenes. Y muy jóvenes. En los desmadres –que los hubo– en la Zona dos Viños, jóvenes un poco mayores. Nos han obligado a todos a tomarnos una copa con ellos, un cóctel a base de indignación, incredulidad y el toque amargo que siempre deja en boca la rabia combinada con el rencor. ¿Un año y medio no ha sido suficiente para aprender dos nociones básicas? Respeto y prudencia. No hace falta tener un coeficiente plusmarquista, solo aplicar el sentido común.

Todos hemos sido jóvenes. Y el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra. En la juventud se hacen pequeñas locuras, propias de la edad, la presión grupal o la inmadurez. Sin embargo, nada de ello puede explicar lo sucedido estos días. Además de imprudentes, estos jóvenes han sido completamente incívicos y tremendamente egoístas. Han sufrido en carnes propias el arresto domiciliario. Los móviles que llevan como una extensión de su propio brazo les permiten estar conectados al mundo, tener a su alcance toda la información sobre contagios, muertos y secuelas con las que el coronavirus ha sembrado cada porción de tierra que aun se mantiene a flote en este caótico mar. ¿Qué más necesitan? ¿Precisan que se les aplique el toque de queda que todos hemos criticado para entender que la amenaza es real, que el COVID-19 todavía campa a sus anchas?

Los participantes en los botellones no se molestaron en recoger.

Los participantes en los botellones no se molestaron en recoger. Ana Cela Neira

Han caído en la estupidez de creerse intocables. Igual han pensado que su juventud es un escudo capaz de frenar el ataque de este bichejo inmundo. Qué ilusos. Si algo ha demostrado el SARS-CoV-2 es que no se le puede menospreciar y que aprovechará cualquier momento de descanso para pillarnos con la guardia baja. No vendrá de frente, llegará por la espalda. Quienes chocaban litrona con litrona o escondían sus botellas de la policía en el contenedor –para recuperarlas tan pronto se disipase la vigilancia– son un blanco débil, por su poca conciencia y su brazo exento del picotazo de una vacuna. Por si sus gritos de jolgorio no fuesen suficientes, todavía tuvieron el detallazo de dejar el espacio público sembrado de vasos, cristales y botellas. Sí señor, para nota. Por encima incívicos, por no insultar sin necesidad al animal del que todo se aprovecha.

Cristales de una botella rota en la Praza da Feira.

Cristales de una botella rota en la Praza da Feira. Ana Cela Neira

Este fin de semana coincidí con una persona que tiene un trabajo que me intriga. Soy miedica hasta la médula, pero siempre me ha podido la curiosidad. Así que, quizás por defecto profesional, aproveché el puente de confianza que me tendió para someterla a un interrogatorio. Le tocó estar cerca de Madrid en lo más crudo de la pandemia. ¿Su labor? Pues el suyo es uno de esos trabajos muy necesarios, pero totalmente olvidado en los aplausos de los balcones: el servicio funerario. Me relató cómo le tocaba atender a medio centenar de fallecidos por coronavirus al día; ver cómo se acumulaban las vidas segadas por esta enfermedad en las dependencias de la empresa, hasta el punto de estar muy próximos a agotar las cajas fúnebres. Compartió conmigo su miedo al contagio cuando el coronavirus era todavía más desconocido de lo que lo es ahora y su indignación ante el hecho de que su gremio no se haya considerado como un colectivo prioritario en las campañas de vacunación. Pese a que puso todo su empeño en evitarlo, ella se contagió y todavía hoy trata de reponerse a las secuelas.

El mismo día en que mi cabeza recrea el drama que esta persona ha vivido llegan a mi teléfono imágenes de un botellón nocturno en la Praza da Feira. Me dan ganas de salir yo misma y preguntarles si son todos ciegos y sordos, porque, para desgracia de los vecinos, está claro que el habla no les falta. Lo que no tienen es gracia. Quizás hayan querido dar rienda suelta a su sentido del humor y carcajearse evadiendo el control. Su comportamiento se ha quedado en una payasada, pero la propia de un cómico en horas bajas, que solo genera vergüenza ajena y que se convierte en una burla y una falta de respesto para el buen número que les ha precedido en la función. Poca broma, chicos. El virus sigue ahí y mañana puede tocaros levantaros del sofá para abrirle la puerta. Quizás, cuando lo miréis a los ojos, se os quiten las ganas de reíros de todos los que entendieron que el fin de fiesta durante el San Paio consistía en saber volver a casa con la responsabilidad de la mano. En este caso, retirarse a tiempo engrandece más que nunca la victoria.

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