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un inciso

Leer en caso de emergencia

Una enfermera prepara una vacuna. Bernabé/Javier Lalín

¿A qué huele, mamá? Una sola palabra hubiese despachado el asunto. Es tan evidente que me viene a la cabeza con letras mayúsculas. Para evitar una mueca de desaprobación que me fastidie la foto, me pongo en plan Mufasa y le endoso a mi hija una versión adaptada del ciclo de la vida para explicarle qué hace que la hierba que se comen las vacas luzca así de verde y vigorosa en este prado. Cuela. Les pido que se bajen de la bici y me ofrezcan su mejor cara de selfie. ¿Por qué aquí? Pues porque este campo de mi infancia se coló en mis sueños cuando dormía con el coronavirus y me parecía la más pura expresión de felicidad y libertad. Me prometí a mí misma que vendría en cuanto pudiese. Sonrío para la foto, pero en mi cabeza resuenan las carcajadas de aquel sueño. Es entonces cuando un retórico interrogante se abre en mi mente: ¿quién nos diría que más de un año después de que empezase esta pesadilla tendríamos todavía que posar para la foto bajándonos la mascarilla para impedir nos robe la sonrisa?

Más de un año. Es una locura. Ni en mis previsiones más pesimistas. Y eso que tengo cierta tendencia al drama. Reconozco que en un primer momento, mientras trataba de recomponerme del hecho de que no se considerase seguro salir a la calle o abrazar a quienes no viviesen en casa, creía que la llegada del verano disiparía los nubarrones. Pero no fue así. Para cuando llegó el calor, ya me temía que habría segunda ola. Nunca hubiese esperado una tercera y no podría imaginar que se hablase de una cuarta. Jamás pensaría que tendríamos que aprender a ponernos en pie tras cada embestida, pese a que la vacuna hubiese llegado cual faro para que no encallemos nuestro maltrecho buque contra las rocas.

Como robles

Me encanta lo fuertes que se sienten mis abuelos, cada uno con sus dos pinchazos. Está claro que nos hemos vuelto unos blandos. Antonio Neira, la persona más buena y tierna que conozco sobre la faz de la tierra, se pasó la tarde partiendo leña después de poner el brazo para la primera dosis. Me entero cuando le pregunto si la vacuna le ha dado algún tipo de reacción, aunque solo sea un leve dolor localizado. “A min? Ningún. Estiven fendendo leña e non me molestou nadiña”, me responde totalmente ajeno al debate que se ha montado en torno a la vacunación. El único efecto secundario que siente mi abuelo y que le tiene el corazón encogido es no verse rodeado de sus hijos, nietos y bisnietos. Eso le duele profundamente. Cuánto tiene aún que enseñarme este hombre bonachón, por mucho que ponga ojiplática porque no haya encontrado un entretenimiento más liviano para el día de vacuna.

Antonio y Andrea salen a dar su pequeño paseo y se sienten más fuertes que nadie. Neira y Leis. Sus apellidos no los habrán hecho merecedores de un linaje de rancio abolengo, pero sí les ha brindado la fortuna de ser de los primeros mayores de 80 años en vacunarse contra el coronavirus, y eso les hace ir henchidos de orgullo por su propia ruta del colesterol.

A ninguno de los dos se les ha pasado por la cabeza preguntar qué laboratorio realizó la vacuna que recibieron. ¿Para qué les hubiese servido? ¿Acaso eso tiene importancia? Nunca como ahora salieron voces científicas, autorizadas o simplemente osadas, a opinar sobre la valía de las vacunas. Ni me molesto en referirme a los negacionistas. Soy una férrea defensora de la libertad de expresión, como no podía ser de otro modo, pero también de que si tus opiniones pueden causar un daño enorme, las defiendas hasta donde no afecten a nadie más y sin necesidad de escupirlas a los cuatro vientos.

Todos científicos

La de Pfizer, la de Moderna o la de Astra Zeneca. Salen en cualquier conversación coloquial como si todos tuviésemos estudios en la materia. No puedo evitar que mi ignorancia en la cuestión lo simplifique estimándolo como una cuestión casi comercial. ¿Efectos secundarios? Seguro que los hay. ¿Qué no los tiene? Sin embargo, mientras leo sobre trombosis y estudios vinculados a toda esta campaña de inmunizaciones, me pregunto si las voces que más gritan en toda esta polémica se leen alguna vez los prospectos de los medicamentos que se toman. Yo confieso que dejé de hacerlo. ¿Para que? Si me toca estar entre el porcentaje chungo, pues habrá que apechugar con lo que venga. Siempre me queda poner mis opciones en la balanza si no me decido. Y, si de trombosis va la cosa, absténgase de la leer el desplegable que puedes sacar de la caja de algo tan común como unos anticonceptivos, por ejemplo.

No hay nadie en el mundo al que quiera más que a mis hijos, con permiso de su padre. Y, sin embargo, no tengo ni idea de qué laboratorios fabricaron las vacunas que se les administraron conforme al calendario en vigor. Desde los dos meses, eso es un no parar. Y no conozco a nadie que me haya hablado de farmacéuticas o que pidiese que le dejasen escoger marca. Ni que decir tiene que mi principal preocupación era el dolor que pudiese provocar el pinchazo en sus tiernas piernecitas de bebé y en retener la dosis de Apiretal que debía administrar si, como reacción, subía la fiebre. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Qué otra opción tenemos ahora? Puedo informarme, de acuerdo. Pero en esta ocasión creo que soy más feliz en mi ignorancia. Llevé a mis hijos a vacunar porque creo que es la mejor forma de protegerlos, igual que lo haría ahora con ellos, con mis mayores o conmigo misma ante este maldito bicho salido de las cloacas del infierno.

Injusticia

Solo en una ocasión una vacuna me hizo pensar. Fue el pinchazo contra la meningitis, una enfermedad que desde siempre me aterra. Compré las dosis correspondientes para mis dos hijos, aún sabiendo que los efectos secundarios son más fuertes y comunes que los de todas las que les habían administrado previamente. Reconozco que lo único que me planteé fue la injusticia de que no fuese una vacuna gratuita, odiando que los más de 100 euros por dosis la hiciesen totalmente inaccesible para muchos bolsillos o que le planteasen a algunos padres y madres la dolorosa tesitura de decidir a qué destinar una cantidad que, acumulada, es sumamente importante para muchas economías domésticas.

La Covid-19 nos ha demostrado en este año de pandemia que es una auténtica miserable, que no sabemos qué plan tiene para cada uno de nosotros o qué secuelas nos puede dejar. Después de todos estos meses y de que la luz no brille con fuerza al otro lado del túnel, yo solo deseo despertar. Anhelo que el aire me dé en la cara, poder reírme a carcajadas a cara descubierta, que no me pase un escalofrío por la espalda cuando escucho a alguien toser repetidamente o abrazar sin miedo a herir. Si hay un pinchazo que me puede dar esa esperanza, me importa un bledo quién lo fabrique. Me agarro al mensaje de “leer solo en caso de emergencia” y prometo mantener a raya mi curiosidad para poder cumplirlo. Que me digan simplemente qué brazo prefieren y cerraré los ojos, soñando de nuevo con correr por ese campo y reírme tan alto que me haga olvidar que un día un bichejo inmundo tuvo que venir a torturarnos para hacernos entender qué es la felicidad.

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