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un inciso

Tiempo de ajustar las velas

La tercera ola nos invita a dejarnos de coñas marineras: es momento de arremangarse y bajar todos a galeras a remar. La irresponsabilidad se paga cada día con cientos de heridos y eternos náufragos

Todos nos hemos visto envueltos en una marejada tierra adentro en un barco que amenaza con zozobrar. | // AC

Me encanta el mar. Me gusta ver su fuerza, pasear junto a él y respirar profundamente el aroma que le roba la brisa. Me relaja su sonido, tanto que, incluso lejos de él, lo busco en las noches en las que el sueño me es esquivo. Contemplarlo es hipnótico cuando está embravecido. Te das cuenta de que se mueve a su antojo, sacando furia de sus entrañas y batiendo el agua contra las rocas sin atender a razones. Los grandes buques que lo surcan se vuelven barquitos de papel en la inmensidad de sus desaires y quien lo desafía puede verse envuelto y arrastrado hasta ser escupido y devuelto a la arena por la corriente y las olas. La imprudencia y el engreimiento ante esta grandeza incontrolable pueden pagarse con la vida. Una ola puede elevarte y divertirte; la siguiente puede atraparte, envolverte y hacer que lo pases realmente mal hasta que logras salir a flote, mientras tratas de recuperar el aliento y deseas escapar de la siguiente que, seguro, llegará.

Las olas. Incluso ahora que no puedo escuchar sus embestidas me tienen atrapada en una tempestad que parece no encontrar la calma. Es posible que, en la lejanía, el mar esté sereno, pero todos nos hemos visto envueltos en una marejada tierra adentro, una que nos hace sufrir los embates de una fuerza que desconocemos y que está dispuesta a hacernos pagar nuestra debilidad o nuestra falta de respeto al precio más alto.

Desconozco por qué cuando hay una pandemia se habla de olas. Imagino que la metáfora tiene que ver con la línea que describe cada brote: cómo van en aumento los casos hasta alcanzar un pico y empezar a caer para derramarse en calma, con la promesa de que, si no nos alejamos de la tormenta, otra ola volverá a sorprendernos más pronto que tarde. Y otra más...

En la galerna del coronavirus nos vemos ahora arrasados por la tercera ola. La primera nos pilló con el pie totalmente cambiado. Nos zarandeó cuanto quiso aprovechado el efecto sorpresa; se llevó a muchos de los nuestros a las profundidades y a otros nos dejó sacar la cabeza para respirar –sin poder llenar los pulmones de oxígeno– antes de recibir la segunda. La tercera llegó cuando creímos que podíamos nadar a contracorriente en Navidad, movidos por el deseo de estar juntos. ¿Ilusos o hipócritas? Ahora se nos queda cara de tontos viendo cómo una pared tan dura como el hormigón se eleva ante nosotros y amenaza con descargar toda su fuerza sobre nuestros cuerpos ya maltrechos. No tuvimos el respeto que siempre hay que tenerle al mar. Cuando la cautela es el salvavidas, la irresponsabilidad se paga cada día con cientos de heridos y eternos náufragos.

Todos a cubierto

El puente de mando ha fijado un rumbo, aunque el barco amenace con zozobrar. Al principio, las coordenadas marcadas hacían sujetar fuerte el timón para evitar el colapso sanitario. Todos a cubierto. Sin colegios, solo actividad puramente esencial y a esperar a que llegase la calma. Sin embargo, cuando las aguas se apaciguaron, el barco comenzó a escorar y el rumbo fue cambiando, hasta que la nave empezó a avanzar movida por el deseo de llegar a un puerto económicamente seguro. Sin embargo, en plena marejada, aquí seguimos, a la deriva. Que la economía no se vaya a pique y prestar nuestros escasos botes para salvar la Navidad están diezmando la tripulación, arrastrando tanto a los grumetes como a los marineros más experimentados.

Me encanta el mar, pero no soy experta en navegación. Nada entiendo de cartas náuticas. Sin embargo, en esta tempestad, nadie tiene realmente experiencia. Puedo entender las ansias de que la economía siga a flote, como cualquiera, pero la pregunta que me hago estos días con más frecuencia es ¿a qué precio? ¿cuántas vidas nos va a costar esto? Cada semana asistimos al anuncio de nuevas restricciones, aunque todas terminan simplificándose en menos hostelería, anticipación del toque de queda y limitaciones a la movilidad. No es la primera vez que me pronuncio abiertamente sobre el pato –uno bien grande– que se le ha hecho pagar a los hosteleros, mientras otros establecimientos continúan abiertos con normalidad y con una seguridad cuestionable, pese a la mascarilla de sus usuarios. Del toque de queda, nada que decir. No sé hasta qué punto beneficia, pero tampoco se me antoja especialmente limitante. Lo de la movilidad, pudiendo burlar los cierres perimetrales con un simple permiso de trabajo, a veces se me vuelve casi absurdo. Nada de compras, ocio o visitas fuera del perímetro, pero entren y salgan ustedes del hormiguero las veces que haga falta.

No alcanzo a compartirlo, pero puedo entenderlo. A las puertas de nuevas restricciones, solo se me viene a la cabeza la primera ola, aquella en la que tardamos cero coma en cerrar colegios y en decretar un confinamiento domiciliario. No podemos negar que tuvo su efecto. Cuando esta tercera onda semeja a punto de convertirse en tsunami y estar dispuesta a arrasar con todo lo que queda en pie, me pregunto si sería mejor un parón total de dos o tres semanas. Si me van a sentenciar, tengo claro que prefiero un golpe de gracia que una lenta agonía. ¿No es eso también mejor para la economía? ¿Dolería menos un palastrazo que sucesivos varapalos? ¿No será más importante salvar al paciente aunque tenga que tirar una temporada de lo que tiene en la despensa para seguir adelante y reponerse?

Cierro los interrogantes e intento hacer un ejercicio de empatía, de la de verdad. Me miro el ombligo cubierto por el chándal, el mejor uniforme para el teletrabajo. Noto la cómoda temperatura de mi hogar y hago la compra por internet cuando necesito llenar la nevera. Y entonces caigo. ¿Y si fuese yo la que tuviese que parar de trabajar y de cobrar cada mes? ¿Y si cada vez me exigiesen nuevos paros como los que se les piden a muchos mientras los recibos y la hipoteca continúan llegando sin tregua o mientras me crujen a impuestos? ¿Me servirían los préstamos para capear el temporal y la condena de una letra futura que siga apretando la soga alrededor de mi cuello? Ahí está mi respuesta: odio que la economía parezca anteponerse a la salud, pero también entiendo la necesidad de mantener el barco a flote si queremos salvar a los marineros.

El efecto dominó

Quienes sí se preparan, ya resignados, para el golpe de gracia son los hosteleros. Saben que si hay que pagar un precio por salvar el sistema capitalista ellos van a ser los primeros en pasar por el peaje. Nos olvidamos de que no solo se trata de que tomemos el café para llevar o de que nos vayamos al trabajo con un tupper o un bocata. Que los bares cierren la persiana genera un efecto dominó que termina afectando a quienes se ganan el pan a base de dar zapatilla y doblar espalda. Quienes lo hacen de forma más o menos interina desde despacho y coche oficial no ven peligrar el sustento, aunque muchos nos preguntemos si hacen falta tantos brazos para agarrar el timón –que no en galeras a remar– en un barco que parece sentenciado a estrellarse contra las rocas.

Quienes surcan los mares tienen sus manías y supersticiones a bordo. En tiempos muy remotos, aquellos que caían enfermos en una larga travesía podían hasta ser arrojados por la borda para que el mal no se apoderase de toda la tripulación. La economía está tocada. No sé si hundida, aunque seguramente no tardará en hacer aguas por todos lados. De nuevo me pregunto: ¿no sería mejor parar máquinas dos o tres semanas, que el que no sea esencial se resguarde en el camarote hasta que pase el tiempo prudencial y estemos seguros de no haber contraído la infección y salir cuando puedan ir asignándose botes salvavidas? Las vacunas, aunque a cuentagotas, ya han comenzado a dispensarse. Ellas son el flotador. Igual no sería descabellado pensar en la posibilidad de hacer acopio para una campaña masiva de vacunación cuando se levantase ese hipotético confinamiento, asegurando que el virus haya parado de campar a sus anchas para poner una barrera de contención realmente efectiva. No es poner la venda antes que la herida. Es prevenir antes que curar.

Sin embargo, tras esta reflexión regresa la empatía. ¿Y si fuese yo la que se pasase sin cobrar otro mes? No hay como pensar en el bolsillo propio para sentir el ajeno. Así que la única conclusión a la que llego es que hay que remar como si nos fuese –porque nos va– la vida en ello. Pero ojo, nos toca a todos remangarnos. El virus circula, pero lo hace gracias a nosotros. Así que dejémonos de coñas marineras. Ni reuniones clandestinas, ni timbas de cartas ni visitas inapropiadas. La mascarilla bien amarrada, las manos limpias y que corra el aire. Respetar las medidas y quedarnos el mayor tiempo posible en casa es la única salida para seguir surcando las olas. Que nunca tengamos que mentir u omitir datos cuando se nos llame a filas si caemos enfermos es la mejor y más segura hoja de servicio. Nada de polizones en esta singladura. El que no cumpla, que pague pasaje.

El mar es inspirador, pero también lecho para el sueño eterno de muchos. Siempre me fascinó, aunque también sé que jamás se le ha de perder el respeto. De una marea a otra puede cambiar. Si nos confiamos, es capaz de sumergirnos para siempre e irnos reclutando, uno a uno, para su ejército de estatuas de sal. Seamos responsables, por favor. Rememos para poder coger la ola y llegar sobre ella a salvo hasta la orilla. No podemos cambiar la dirección del viento, pero sí intentar ajustar las velas.

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