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un inciso

Al café invita la casa

Café Alameda de A Estrada, ayer, solo con servicio de terraza y café para llevar. | // AC

Soy de letras. Y muy orgullosa de serlo. Quizás por ello, entre tanto número, estadística y gráficas de evolución, se me esté pasando alguna explicación científica para cosas que no consigo comprender, por muchas vueltas que les dé. Galicia estrena una nueva normalidad, un término que habría que pensar en revisar de tanto que ha mudado su significado. Además de atenerse a las medidas acordadas para el contexto de la comunidad, A Estrada figura entre los concellos en situación de alerta máxima, de manera que desde ayer se han erigido unas figuradas murallas que la perimetran y la aíslan para tratar de poner coto a la expansión del coronavirus. Reviso las nuevas medidas y no puedo evitar preguntarme en qué va a cambiar mi rutina. El repaso termina con una conclusión: absolutamente en nada.

Empecemos por el principio. Cierre individual para todo el municipio estradense. ¿Y qué más da? Quien trabaja fuera de este ayuntamiento va a seguir peregrinando todos los días adonde le toque, llevándose con él también lo que le toque. ¿O acaso el SARS-CoV-2 dio en algún momento de esta maldita pandemia signos de entender lo que es una frontera?

La vinculación del municipio estradense con Santiago es innegable. Son muchísimos los vecinos que cada mañana ponen el piloto automático para llegar a Compostela. No han dejado de hacerlo en ningún momento, pese a que la capital gallega lleva tiempo cerrada. Durante las dos semanas de confinamiento extremo alguno se habrá quedado en casa por el paro de su empresa o, en el mejor de los casos, se habrá acogido al teletrabajo. Sin embargo, a día de hoy, una amplia mayoría de estos trabajadores continúa con la rutina de moverse entre A Estrada y la ciudad del Apóstol, empleando un salvoconducto laboral para sortear los controles que, de cuando en vez –ayer mismo de forma paradigmática– vigilan junto a la frontera natural que marca el Ulla en Pontevea. Por tanto, quien la semana pasada tenía esta movilidad, hoy la sigue teniendo. Y, con él, es posible que viaje un virus que tiene pase VIP para ir donde le plazca.

Ya abierto este melón, me llama la atención una cuestión: uno puede trasladarse a trabajar a Santiago pero, ojo, que no se le ocurra hacer una compra. Lo siento, pero se me antoja ridículo. Muchos estradenses regresaban estos días alarmados por revisiones de maleteros en las inmediaciones de centros comerciales. Pues, llámenme tonta, pero, si se cumplen los aforos establecidos, ¿dónde está el problema? ¿Un vecino de A Estrada que trabaja en Santiago puede ir a comprar un sándwich a un supermercado para comer antes de regresar a su puesto pero no puede aprovechar para, de paso, surtir de leche la despensa de su casa? ¿O es que el virus no se propaga en una oficina o en una nave industrial pero pone el modo ataque on cuando traspasa las puertas de un súper?

Sigamos. Reuniones de máximo cuatro personas y, preferiblemente, sin encuentros domiciliarios de no convivientes (también limitados, de producirse, a cuatro). Pues a buenas horas mangas verdes. El Grinch no nos ha secuestrado la Navidad, pero hemos dejado que se sentase a la mesa vestido de gala. Puede que las restricciones no combinasen bien con las luces, el espumillón y el espíritu navideño pero, de aquellos polvos, estos lodos. Es como quien se gasta en percebes la paga extra de diciembre y ahora maldice la cuesta de enero. Una imprudencia, en mi opinión, que empieza a pasar una factura general muy gorda.

Cierre de la hostelería. El pensamiento es inmediato: pobres, otra vez. El sector más castigado durante esta pandemia vuelve a quedarse solo en la mesa mientras, el que puede correr, se marca un simpa al grito de sálvese quien pueda. En líneas generales, tienen que cerrar a las 18.00 y, en el caso de municipios como A Estrada, a mayores solo podrán atender a sus clientes en la terraza o servir a domicilio. Vamos, que, en pleno invierno, los ponen de verano.

La cuestión suscita mucho debate, con voces que lo entienden y otras que discrepan. Sin ser una persona fácil de encontrar en los bares estos meses –reconozco que me hice fan del take away, incluso con ese bendito café de media mañana–, no entiendo por qué han de ser siempre los hosteleros los grandes perjudicados cuando toca atrincherarse para frenar al virus. Vale, acepto que en una cafetería o en un restaurante uno se baja la mascarilla. Bien. Pues, en ese caso, multen –pero háganlo ya y de verdad– a quien no cumple las medidas de distanciamiento e higienización o a quien se va de rositas después de haberse jugado, a cara descubierta, la salud a las cartas. La suya y, de paso, la de los demás. Empapelen a quien hace caso omiso de la prohibición de fumar en la vía pública; a quienes creen que alrededor de una mesa cuantos más mejor o a quien no se sube la mascarilla tras cada sorbo. Que la factura se le pase a quien incumpla –cliente y hostelero–, pero sin dañar a quien respeta lo exigido y a quien lo hace respetar en su negocio. No soy fan del café para todos –antes o después, siempre es aguachirle–, pero tampoco del café para nadie.

Otra cosa que me gustaría que alguien me explicase: un bar tiene que cerrar a las seis de la tarde, pero me puedo ir de centros comerciales, tocar todo lo que curioseo y darme un paseo con calma, porque hasta las 21.30 no tengo que irme a mi casa para cumplir con el toque de queda. Les juro que no lo comprendo. Y aquí no me vale la excusa de la mascarilla, porque he visto cómo funciona la cosa en algunos probadores y sé que quien busca una prenda de ropa puede ir apartando entre las perchas todas las que quiera, sin haber pasado siempre antes por el gel hidroalcohólico. No me dirán que no les suena la estampa de quien se baja la mascarilla para toser y luego sigue tranquilamente analizando la mercancía o de quien se hace el sueco frente al dispensador del higienizante de manos...

Creo que, a estas alturas de la película, no puede decirse que la gente se contagie principalmente en el bar. Claro que en este ámbito hay personas que se infectan, pero hace nada acudíamos tan campantes a “acosar” a los trabajadores del supermercado cuando se desató la fiebre del langostino, sin importarle a muchos guardar la distancia de seguridad, ni con los demás clientes ni con los crustáceos. De locura. El coronavirus está en todas partes y las medidas para prevenirlo brillan en muchos lugares por su ausencia, no solo donde hay una barra. Al fin y al cabo, la concienciación depende de la persona, no del lugar.

La traca final: bares cerrados; toque de queda –no me supone un problema en vista de lo que hay que hacer–, pero comercio abierto hasta las 21.30 y un aforo de 250 personas en el interior para cines y teatros, llegando a 500 en el exterior. Hasta cierto punto, vale, en favor de la industria cultural, pero lo que me parece de coña es que estos sean los mismos aforos para una reunión de propietarios de comunidad, por ejemplo. Olé.

Soy de letras, ya lo he dicho. No tendría encaje en un comité clínico. Sin embargo, creo tener algo que falta a manos llenas en este país: sentido común. El virus no va a detenerse por más fronteras que levantemos. Viaja con nosotros y tiene pasaporte universal. Hay que exigir responsabilidad, sí, pero también demostrar coherencia. No se puede dejar nada al azar ni condicionado a un futuro que es más incierto que nunca. Cuesta entender que se bajen las persianas de los de siempre acallando sus protestas con una nueva promesa de ayuda cuando muchos todavía no han visto un céntimo de la anterior. Supongo que hay una explicación pero, a la espera de conocerla, parece que siempre se pide que al café invite la casa.

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