Esta noche tuve un sueño. Me adentraba en un bosque que conozco bien, por un camino que podría hacer con los ojos cerrados. Parecía primavera, de esas tardes en las que el sol no tiene prisa por irse a la cama. El camino deja a la izquierda un basto prado. La hierba está alta, muy alta y es de un verde intenso, como si fuese clorofila. Siento la misma emoción que tenía de niña y, como hacía entonces, no reprimo el impulso de echarme a correr, de avanzar por la hierba notando cómo me acaricia las rodillas. Corro y escucho el sonido de mi propia risa, hasta que me dejo caer de feliz extenuación con los brazos en cruz y mi sonrisa ofrecida al cielo. Noto una cálida brisa en la cara mientras me arden las mejillas. Y entonces, respiro profundamente. Huelo la hierba, la tierra, mientras voy recuperando el aliento. Soy libre. Verdaderamente libre. Hacía tiempo que no me sentía tan feliz con algo tan simple. Solo necesito dejar que el aire entre en mis pulmones, que me llene, sin intimidarlo con una máscara que uso como un escudo. No hay nada que quiera hacerme daño. Solo paz.

Qué tontos somos. Qué estúpidos hemos sido todo este tiempo. Hemos perdido tanto aire, tantas ocasiones de disfrutar de la vida de la manera más sencilla, que tenemos que pasar una pesadilla para darnos cuenta de que lo que vivíamos era un auténtico sueño.

La vida que teníamos ya no existe. Nos la han robado. Ahora subsistimos en algo que llamamos “nueva normalidad”, un placebo que nos hace creer que vivimos en paz, aún cuando cada día hacemos recuento de muertos y heridos en un nuevo parte de guerra. No podemos movernos con libertad ni respirar sin miedo. El enemigo no descansa, no se agota. Y nosotros ya estamos demasiado exhaustos.

"Llevo una semana durmiendo con el coronavirus. Me espera en la cama, con su espantoso pijama puesto, para una noche sin sueño reparador y, bien temprano, toca diana con el cuchillo entre los dientes"

Llevo una semana durmiendo con el coronavirus. Me espera en la cama, con su espantoso pijama puesto, para una noche sin sueño reparador y, bien temprano, toca diana con el cuchillo entre los dientes. Me ha hecho besar el barro, arrastrarme implorándole que deje en paz a los míos y suplicarle, cuando cierro los ojos, que no tenga que abrirlos con sus manos alrededor de mi cuello.

Tengo mucha suerte. Yo no le atraigo. No soy su tipo. Le sostengo la mirada e intento desafiarle en todo lo que puedo. Cada vez que salto de la cama y abro la ventana de par en par para que su hedor se vaya con el viento. Cada vez que me subo a la elíptica para fantasear que huyo de él; cuando extiendo mi esterilla y trato de que mi cuerpo se recupere de la paliza que me ha dado o cuando me parapeto detrás de un libro para escapar de su fea mirada.

Una semana juntos hace que él también me conozca. Que sepa mis puntos débiles. Me atormenta con dolores de cabeza que me hacen meterme bajo la almohada buscando la oscuridad y el silencio. Me separa de mis niños y de la persona que escogí para pasar mi vida. Me niega sus abrazos, sus caricias y sus besos. Les hace tener que gritar cuánto me quieren con una puerta de por medio o les genera pesadillas con un coco que ha venido a por su madre. Sabe darme donde más me duele. Y también sabe cómo asustarme. Cómo hacerse el misterioso conmigo, mientras me repite que puede ser cruel y despiadado, que si quiere puede cambiar el cuento en cualquier momento y terminar mal con este secuestro benévolo que ha elegido para mí.

Incluso de los enemigos podemos aprender. Estoy convencida de que esta pandemia nos deja algunas provechosas enseñanzas. Yo saco las mías propias de esta desafortunada convivencia. La primera, y creo que la lección que más falta me hacía, es que hay que vivir con respeto, pero no con miedo. La segunda, que hay que vivir ahora. Es lo único que tenemos seguro. Siempre me gustó tenerlo todo preparado, muy pensado para evitar sorpresas. Estos días me juré a mí misma no volver a hacerlo. Solo poseo el momento actual –aunque suene a libro de autoayuda–, porque un bicho me puede salir al encuentro por mucho que me esconda y no dejar que cumpla mi hoja de ruta. ¿Quién podría imaginar lo que estamos viviendo? ¿Quién podría creer que todo lo sucedido desde marzo podría pasar? Confinamiento, mascarillas, terror al contacto, la gran utilidad del codo para saludar, abrir la puerta o pulsar un botón... Es de locos. Así que no. Se acabó viajar sin disfrutar del paisaje que hay al otro lado de la ventanilla.

Otra clase magistral que me ha dado la Covid-19 es la simplicidad de las cosas. No necesitamos todo lo que perseguimos para colgarle el cartel de la felicidad. Uno puede ser plenamente dichoso tumbado en un campo como el de mi sueño, respirando y sintiendo el aire en la cara. Nuestros hijos no necesitan todo lo que nosotros anhelamos de niños y ahora tratamos de darle aunque no nos lo pidan. Su sonrisa puede ser mucho más sincera si son los protagonistas de una aventura en la que sólo los limite su imaginación y en la que sus padres dejen de lado el teléfono móvil para correr junto a ellos, sin complejo de volver a sentirse niños.

"A través de este diario anuncié mi positivo en coronavirus y compartí mi experiencia. Me he sentido acompañada por muchos desconocidos estos días, no solo por quienes saben que en cada una de estas líneas no hay trampa ni cartón. Soy yo misma"

La empatía es otra enseñanza. A través de este diario anuncié mi positivo en coronavirus y compartí mi experiencia. Me he sentido acompañada por muchos desconocidos estos días, no solo por quienes saben que en cada una de estas líneas no hay trampa ni cartón. Soy yo misma. Saldré a la calle sin temor a que nadie me vea como una apestada. Volveré a mi vida sabiendo que cada positivo necesita que todos lo arropemos, que le tendamos la mano en lugar de señalarlo con el dedo. Es de los nuestros. No hay vergüenza en el contagio, no hay culpa y, si algo sobran, son jueces de balcón.

Lo último que me enseñó este indeseable amigo es que solo tenemos dos formas de salir de esta: con los pies por delante o luchando todos a una. Y para esto último, hay que dejar de ningunear al enemigo. Es vil y cobarde, siempre dispuesto a atacarnos por la espalda. Tenemos que enfrentarlo desde la responsabilidad, dejando de tropezar en la piedra de la estupidez –que de ella vamos muy servidos– y de creer en la inmunidad del temerario o del inconsciente. Hay que pelear con nobleza y valentía, dos cosas de las que el coronavirus no entiende. No hacerlo así sería un insulto para quienes le plantan cara en la trinchera día a día o para quienes tuvieron que abandonar el campo de batalla sin que pudiésemos rendirle honores por su gallardía.

Cierro los ojos pero sigo despierta. Hoy voy a pilotar mis propios sueños. Voy a intentar soñar con que amanecemos a una nueva normalidad que ahora es real, que no nos hemos inventado. Una realidad que no necesita que la defina el BOE, donde de nuevo caminamos sin miedo y sin ocultar la sonrisa. Respiramos. Profundamente. Y sabemos que es cuanto necesitamos para abrir los ojos y ser plenamente felices.