¡¡Buenos días!! ¡Caray, hoy le pegaste bien! Saco la cabeza de debajo de la almohada. No sé ni dónde estoy ni en qué día vivo. Miro el reloj. ¡¡¡Van a ser las once de la mañana!!! Madre mía, es la primera noche que duermo del tirón en... ¿unos siete años? Siento un latido atronador en las sienes. Me pregunto si los osos notarán lo mismo en primavera, después de su hibernación. Sigo su ejemplo y desayuno algo. Pero el dolor sigue ahí. Me imagino a mí misma compartiendo cama con este odioso virus, el mismo que me ha dado burlonamente los buenos días. ¿¿Por qué no te largas de una vez?? Llevas aquí una semana. ¿No pillas las indirectas? ¡¡¡Que te vayas!!! Y deja libre ese lado de la cama. Lo has usurpado y tendré que borrar tu huella a fondo.

Una amiga y compañera de trabajo me hizo una sugerencia. Me propuso que le ponga voz al coronavirus, que hable con él y lo ridiculice, en un intento de empoderarme frente a él. Hoy decidí hacerlo. Puede merecer mi miedo, pero no mi respeto, así que no me importa compartir nuestra conversación, o mi monólogo. Él es parco en palabras:

Vete, te lo pido por favor. Vuelve a ese agujero del infierno del que te has escapado. Ya te saliste con la tuya. Nos has robado todo lo que teníamos. Te has llevado días felices, has puesto en evidencia a nuestros dirigentes –varias veces, he de reconocerlo–; has arruinado a muchos y te has llevado a miles. Eres un desalmado, un retorcido, la pesadilla de los niños que asisten, sin quejarse, al colegio detrás de una mascarilla porque saben que eres un cobarde y que, en cualquier momento, te atreves con ellos sin dar la cara.

Te presentaste en China cuando aquí estábamos con el turrón y los polvorones. Confieso que en ese primer momento me pareciste un problema tan lejano... Pero nos saliste viajero. Quisiste recorrer mundo y no tardaste en cruzar fronteras. Cada vez más y más cerca. Extendiendo tu fétido aliento a muerte. Cuando te dejaste caer por Italia, sabía que no te resistirías a hacer turismo por España. Y los muy estúpidos no te pusimos impedimento alguno en las fronteras. Así que pronto te sentiste como en casa. Empezaste por Madrid y, desde el Kilómetro Cero, te hiciste un tour.

En primavera nos hiciste exiliados en nuestra propia casa. Malnacido. Tuvimos que encerrarnos para que no nos vieses. Había que agacharse bajo las mantas, mientras otros se tenían que quedar fuera, sostenidos por su espíritu de lucha y el sabor del miedo en la boca, para cuidar de tus víctimas.

Nos conocemos ya demasiado para andarnos con pamplinas. Eres un cabronazo. Hiciste que muchos se fuesen sin despedida. Te los llevaste sin permitir que volviesen a abrazar a los suyos, sin dejar que sus seres más queridos pudiesen siquiera decirles el último adiós a las puertas de la tumba. Te odio por el dolor de todos ellos, que tuvo que ser desgarrador y que siento como propio.

Vete. Haz algo decente por una vez. Te reto. Sé valiente. Pero, ¿qué sabes tú de arrojo y valentía? Has atacado a los más débiles. Te has colado en las habitaciones de sus residencias, en sus abultados historiales médicos... Te has cebado con los que te miraban a la cara, exhaustos de pelear contra ti, soportando la losa de un EPI para que no te fueses con ellos a casa, enganchado y oculto como una garrapata.

Le has quitado la alegría a muchos niños. Les has robado sus cumpleaños, la Pascua y la sonrisa de quién respira libre bajo el sol. Has hecho bajar la persiana a muchos que construyeron su negocio a golpe de sacrificio. Los acorralas cada día en el momento de hacer caja; los asfixias, se lo vas quitando poco a poco, con la firme intención de dejarlos sin aire y tirados por el camino. Usurero.

Pírate. Nos has robado casi un año. No esperes a que encontremos cómo neutralizarte. Antes o después, te llegará el momento. Sí, ya sé que te queda robarnos la Navidad, pero los dos sabemos que ya lo tienes hecho. Ya no se puede caer más bajo. ¿A qué narices esperas? ¿Qué más quieres? No nos queda nada que darte. Te has llevado la música, las fiestas, la diversión, las vacaciones, la ilusión... Y eso hasta te lo permito, pero me gustaría darte la del pulpo por todo lo demás. Por habernos robado a tantos de los nuestros y por tu afán de quedarte a solas con tus víctimas, de aislarnos para que no podamos unirnos frente a ti. Sabes que el amor es algo que te mina, que te debilita. Por eso, rompes los abrazos e impides el contacto, todo aquello que nos hace más fuertes.

Villano asqueroso. Siembras el temor. Incluso en mí, que estoy convencida de que te voy a echar de aquí. Con este desánimo me haces perder la confianza. ¡¡Que te vayas, te digo!! No tienes respuestas que ofrecerme pero ya sé cuál es tu punto de débil: sabemos lo que es la felicidad. Recordamos qué se siente cuando el aire te da en la cara. Añoramos los apretones de manos, los besos, la cercanía. Tú te alimentas del olvido, de la desesperanza y de la estupidez humana. Y esto último, mira, te lo voy a conceder. Porque a veces somos tontos de remate. Sí, ríete, que en esto tienes razón: ciento y la madre en una fiesta, bajarnos la mascarilla para toser, quitarnos la protección para respirar todos juntitos mucho mejor, burlar las normas e irnos de botellón al grito de ¡¡que rule, que rule!! O como cuando nos vamos de listos y nos escapamos antes de que pongan los controles para irnos de puente... ¡¡Deja de tirarte por los suelos, que luego tengo que desinfectar otra vez!! Sí, un poco imbéciles sí que hemos sido... ¿Y lo del alcohol por fuera y por dentro? Para partirse la caja, me imagino. Ya vi que tuvo sus consecuencias. No, si una cosa tengo que reconocerte, grandes distinciones no haces. Hombre, no es que me alegre, pero tiene su punto saber que no eres excesivamente elitista.

Venga, estos siete días juntos habrán servido de algo, ¿no? Ya me demostraste que no hay nada que pueda hacer, que no importa todo el empeño que pudiese poner para evitarte. Me has ganado el pulso, pero deja que te gane la batalla. Te lo suplico. Déjanos terminar con esta guerra. Ya has pasado a la historia. Has demostrado tu poder y tu crueldad. Nos has cambiado para siempre. Ahora, simplemente, deja que nos levantemos, nos podamos lamer las heridas y tratemos de seguir para delante. Recula. ¿Me oyes? ¿Por qué no contestas?

Salomé, amiga mía, lo he intentado. Está muy callado. Espero que me haya escuchado. Y que reflexione.