Aprieto el botón de colgar y se me viene a la cabeza el eslogan de una compañía telefónica. Lo importante es poder hablar. En su día me pareció una obviedad. Sin embargo, semeja que cumplió su objetivo y dejó en mí un mensaje al que hoy me aferro. Valoro enormemente mis días libres, tanto que me gusta dejar que el teléfono descanse sobre la mesilla mientras yo me pierdo en mis cosas. Sin embargo, estos días le agradezco cada momento juntos. Se ha convertido en un auténtico aliado cuando planeo mi fuga –aunque solo sea mental– de este encierro y también el hilo que me tiene enganchada al mundo, que sigue girando aunque yo me haya bajado para tomarme un obligado respiro. Nunca mejor dicho.

Han sido muchas las llamadas y mensajes de estos días, algo que agradezco infinitamente. Me han dado ánimo, fuerza y confianza. Pero hoy he recibido una que me ha emocionado de un modo que no alcanzaría a describir. No tenía su número grabado en la agenda –seguramente sea nuevo porque se le ha vuelto a caducar la tarjeta prepago–, pero sí su voz en lo más profundo de mi corazón. Solo dijo Ana... Y se hizo el silencio. Mi abuela siempre fue así, nunca le hicieron falta muchas palabras para decirlo absolutamente todo. Tuve que tragar varias veces para poder hablarle con alegría. Todavía no estás bien, me espetó sin miramientos. Es tremendamente directa, franca hasta el insulto. Me encanta. Le imploré a mi voz que se aclarase y transmitiese que esto es una fiesta. Estoy bien, abu. Super animada hoy. Esto ya está hecho, no tienes de qué preocuparte. Estamos todos bien. Pronto se pasa y de nuevo a la calle.

No le mentí. Estoy convencida de que todo va a ir bien, pero ni aunque estuviese hundida tendría el valor de quejarme ante una persona que sabe verdaderamente lo que es luchar. Por muy crecido que ande este bicho, no asusta a otros muchos que andan sueltos y con los que esta mujer ha visto pelear a dos de sus hijas antes de arremangarse ella misma para intentar achicarlo en cada una de sus embestidas. Y fueron muchas.

Permítanme que se la presente. Es de justicia y de educación, por alusiones. Andrea Leis Picón ha sido toda su vida una mujer fuerte. Muy dura por fuera y blandita por dentro. Tiene la piel curtida por años de trabajo en el campo, una casa que atender y cinco hijos que sacar adelante. Sabe lo que es tener las habas contadas y hace los mejores callos y el mejor arroz con leche que probé en mi vida. No es la típica abuela dulce y mimosa, pero no hay nadie que me haga reír como ella por su particular forma de entender el mundo. Su idea de bienestar es acomodarse en la hamaca y tener la patria potestad del mando a distancia. Solo lo puede superar saber que tiene a toda su prole alrededor, cerquita y dispuesta a intercambiar un poco de charleta cuando su programa preferido pierde un poco de interés. Así de práctica es. Para mí, sencillamente, única en su especie. La adoro.

Parece que lo hemos olvidado. Este maldito coronavirus nos ha invadido de tal modo que se cree con derecho a ser el protagonista de todos nuestros males. Pero no lo es. Puede poner al país patas arriba, demostrar de qué pasta está hecho cada uno –la gente se ve en las ocasiones, me dijo siempre mi padre–, hacer caer muchas caretas y hasta poner en jaque un sistema público de salud que debemos defender y del que muchos tendrían que acordarse antes. La gente se ve en las ocasiones. Pues va a tener razón. Sin embargo, las salas donde muchos reciben pacientemente su venenoso cóctel de quimioterapia continúan estando llenas. Y no escapa nadie. No importa la edad, el sexo o la condición. Es un juez injusto que sentencia como le place. Un bicho con mayúsculas que hace parecer al coronavirus un pusilánime, aunque no ocupe portadas.

Una de las veces que mi abuela Andrea fue a ponerse su tratamiento en plena pandemia, le imploré temerosa a mi madre que cuidase de cada cosa que tocase, que le pusiese una mascarilla de cuello vuelto si hacía falta y gel hidroalcohólico para parar un tren. Todos sabemos que los miserables se aprovechan de los más desvalidos y unas defensas por los suelos convertían a esta mujer, bajita y otrora simpáticamente regordeta, en un blanco fácil. Cuando percibió tanta atención por acceder al hospital en un clima de tensión tiró de su diplomacia. Mira, ¿qué más da morirse de coronavirus que de cáncer?

Su comentario me dejó perpleja en su día, pero hoy me lo tomo como una lección de vida, a su manera, claro. He puesto todo lo que estaba en mi mano –y un poco más, se lo garantizo– para espantar al coronavirus. Y dio conmigo. Como dará con muchos más. Es un villano, de eso no cabe duda. Un desalmado que nos ha arrancado a muchos de los nuestros y se niega a darle la batalla por vencida a quienes pelean desde la habitación de un hospital. Pero lo que mi abuela me enseñó con su reflexión, y se encargó de repetirme por teléfono, es que hay que vivir. Parece una obviedad, como el eslogan del principio, pero no lo es tanto. Hay que vivir, pese a toda esta basura; si no, ¿para qué nos sirve estar vivos? Peleen. Ella lo hace cada día contra un bicho muy grande y muy feo. Vivan, pero no se olviden de protegerse para que a este bichejo salido de las entrañas del infierno lo podamos aplastar entre todos. Y para los demás especímenes, pidamos que la política, la gente y las escalas de valores se vean en las ocasiones. Sobran aplausos y faltan brazos. Brazos fuertes para la lucha, a los que no les falte nunca un hombro que los sostenga o una mano que los levante para seguir plantando batalla.