Hoy no me apetece salir de la cama. Tengo fuerzas, pero no ánimos. La cabeza se resiste a dejar de echar humo, pero ya no sé si atribuírselo a mi indeseable compañero o a las muchas vueltas que puedo darle a las cosas por el encierro al que me ha condenado. Escucho el revuelo que llega desde el pasillo y me doy cuenta de que no soy la única a punto de reventar. Estar confinados no es tan placentero como quedarse en el sofá, arrullado por una mantita y un chocolate caliente mientras fuera caen chuzos de punta. La imagen idílica esconde en este caso un cepo a la libertad.

Al otro lado de la puerta hay momentos de risas, carreras –desde aquí pido disculpas a todo el vecindario– y juegos. Pero también llega el eco de las peleas, llantinas y una desatada frustración por la situación que se vive en este micromundo que se ha instalado en casa y que, de cuando en vez, hace saltar todo por los aires. Y en medio de todo esto está él: el enfermero, cocinero, apagafuegos, confidente y papá a jornada completa que, además, sigue ejerciendo como abogado a través de la magia del teletrabajo.

A mi marido le ha tocado el papel del cuidador frente a un caso de coronavirus. Y esa es una tarea que se le queda grande a cualquiera. Simplemente porque es inmensa. Cuando te contagias te mandan mucha literatura pedagógica sobre qué ha de hacer el enfermo y qué el cuidador a fin de que el positivo, en caso de estar aislado, pueda recibir lo que necesita sin poner en riesgo a las personas que viven bajo su mismo techo. El papel lo aguanta todo, los simples mortales, no tanto.

Mi ropa ha de lavarse a un mínimo de 60 grados, al igual que los utensilios que utilizo para comer. La casa ha de estar bien ventilada –si no les pilla el coronavirus igual lo hace una pulmonía–; la basura que arrojo en una papelera con tapa debe ir en doble bolsa y el desinfectante tiene que rodar por las superficies “como si fuese para una boda”, una expresión que dedico a mi cuidador, por lo mucho que le gusta usarla.

¿Quién resiste poner todo el cuidado del mundo en lo que hay que hacer y combinarlo con atender a dos fierecillas enjauladas, a un trabajo que no se detiene (sé que hay que dar gracias por ello con la que está cayendo, aunque también descartar la imagen de que los trabajadores por cuenta ajena nos agarramos a una baja cuando nos la ofrecen, aun cuando en casos como este estaría doblemente justificada, por su propio confinamiento y por el de sus hijos) y a las llamadas de una contagiada que de cuando en vez se desanima? Se aguanta, pero entendería que abriese la ventana un día y gritase que está hasta las mismísimas narices de todo; que lanzase a los cuatro vientos improperios contra este virus que mina la paciencia de cualquiera, que a los más afortunados nos ha robado un año de nuestras vidas y, a los menos, el aliento y la llama para seguir peleando por recuperar lo que teníamos.

¿Quién cuida al cuidador? Pues nadie. Es otra víctima más del coronavirus, la artillería doméstica, que no puede bajar la guardia porque sabe que tiene al enemigo cerca, respirándole en la nuca. ¿Y si él también cae? ¿Qué pasaría? Es mejor ni pensarlo.

Es justo que diga que esta situación te muestra la cara de todos los que están ahí para servirte de bastón. Hemos tenido un montón de ofrecimientos, de personas de nuestro círculo más íntimo y de fuera de él. Es reconfortante y agradezco todas y cada una de esas manos tendidas. Pero el miedo no me dejaría agarrarme ni a las más cercanas. Hasta el centro de salud de A Estrada se preocupa, a través de sus trabajadores sociales, de que en casa todo vaya bien. Lo repito: la salud bien entendida, con un enfoque comunitario que se merece todos los premios que puedan darles.

Escribir es una terapia. Comencé a hacer opinión en el confinamiento, compartiendo algo que hacía para mis hijos, para que algún día recordasen cómo vivimos estos momentos históricos. Y encontré en este refugio una válvula de escape. Un estante en el que guardar mis experiencias y pensamientos, al alcance de la mano de cualquiera que pueda tener interés en leerlas en busca de consuelo, empatía o que tenga simple curiosidad. Me gusta pensar que habrá algún contagiado de coronavirus que pueda hacer suyos los sentimientos que estoy recogiendo sin tapujos en este diario y, en este caso en concreto, también algún cuidador. Algún padre o madre que comparte la desesperación y las ganas de hincar la rodilla, pero que vuelve a levantarse y a convencerse de que ahora mismo solo se puede doblar la pierna para tomar impulso y darle un puntapié a este invasor, patearlo sin cesar porque se nos va la vida en ello.

Voy a volver a plantear la pregunta porque veo otra respuesta. ¿Quién cuida al cuidador? Pues tú, que te colocas la mascarilla; tú, que mantienes la distancia; tú, que limitas tus contactos; tú, que enseñas a tus hijos a lavarse bien las manos; tú, que cancelas esa celebración por mucho que te duela; o tú, que te abotonas la bata cada mañana para pasar consulta o que coges el teléfono para preguntarme cómo me encuentro hoy. El Covid-19 nos ha demostrado que tenemos que cuidarnos unos a otros si queremos salir de esta. Sabemos cómo hay que hacerlo. Codo con codo y a por él. Y, si hay que cuidar al cuidador, creo que es momento de levantar los ánimos y salir de la cama. Tengo un culo que patear y me muero de ganas de hacerlo.