Estoy furiosa. Enfadada y feliz al mismo tiempo. Agradecida y con ganas de escupirle a alguien a la cara. Tranquila y con una ansiedad que a veces me hace subirme por las paredes. ¿Se puede? Pues sí, se puede. Vaya si se puede. Desde hace unos días vivo con ese cóctel de sentimientos. La guinda la pone el miedo. Para saborear el combinado solo hay que verse encerrado en una habitación, con el coronavirus de compañero de cuarto y la vida –mi vida– al otro lado de la puerta. Para agitar la coctelera, la constante autoevaluación de síntomas. Unos vienen y otros van. Yo soy una afortunada y este virus, completamente maquiavélico.

A las 48 horas de la confirmación de mi positivo en Covid-19, la fiebre comienza a batirse en retirada. Mi cuerpo sigue intentando recuperarse de una paliza, que me ha dejado las costillas y la espalda como si me hubiesen pateado con ganas. Empiezo a sentirme congestionada, como si llevase puesta una escafandra y la cabeza no semeja tener intención de darme tregua. Parece que la saturación de oxígeno se mantiene en los niveles normales y verlo me tranquiliza.

Llevo meses leyendo y escribiendo sobre la Covid-19 y ahora nos conocemos, sin intermediarios. Así que ahora entiendo a qué se referían los enfermos a los que había entrevistado cuando describían ese curioso síntoma de la falta de gusto y olfato tan característico de esta enfermedad. Es algo realmente asombroso. No se parece a la alteración olfativa que te puede ocasionar un resfriado o a una ligera variación cuando intentas saborear la comida. Ojalá. Acabo de comer un plato de pasta y un plátano de postre. Las dos cosas me supieron igual. Una langosta y una alpargata estarían ahora mismo al mismo nivel para mis papilas gustativas. Les digo más: solo diferencio la Coca-Cola del agua por el burbujeo en mi boca. Hasta este punto es perverso mi compañero de habitación. Ni de la comida me deja disfrutar. Mi detestable compañero de alcoba no me concede siquiera al consuelo del chocolate.

El dolor muscular no me permite encontrar postura para dormir. Deambulo desesperada por la habitación. Noto como la ansiedad empieza a crecerse y, repentinamente, mi enfado la frena en seco de un puñetazo. No estoy dispuesta a dejar que se venga arriba. Ni de broma. Hay gente con mi mismo diagnóstico enganchada a un respirador. Hay personas que han muerto o que han tenido que irse con esta indeseable compañía al hospital. Así que no, nada de histerismos inútiles. Por el momento tengo suerte, de modo que me decido a decirle a este desalmado virus que se haga a un lado y me deje sitio en la cama, mientras le lanzo un mensaje antes de caer en los brazos de Morfeo: no te lo voy a poner fácil. Es posible que mi brazo flaquee, pero pienso poner toda mi fuerza en este pulso.

La vida sigue al otro lado de la puerta. Escucho a mis hijos correr por el pasillo y sonrío al comprobar que consiguieron convencer a su padre para decorar la casa para Samaín. No les voy a mentir: pese a mi empeño, ellos gritan ¡Halloween! Les echo de menos y solo llevo cuatro días sin poder abrazarlos. ¿Cómo lo voy a resistir? Para eso aún no tengo respuesta. Ni fuerzas.

Fue un mensaje el que me informó de que mi marido y mis hijos habían dado negativo en coronavirus. Me avergüenza decir que, antes de comunicárselo como la mejor de las noticias, lloré a moco tendido. Me derrumbé por primera vez desde que empezó esta pesadilla. Es terrible, soy consciente. Dejen que me explique. Que ellos no pasen la enfermedad es una alegría mayúscula, pero ser la única infectada de la familia es duro, para mí y para ellos. Te condena al aislamiento. Contacto cero.

Mi habitación se ha convertido en mi celda. Aquí paso día y noche, escuchando los juegos de mis hijos y la pregunta que me gritan cada mañana: ¿Cuándo te curas? ¿Cuándo podemos volver a ser una familia normal? Noto inmediatamente cómo el imbécil de mi compañero se ahueca la almohada y se pone cómodo mientras disfruta viendo cómo mis ojos se llenan de lágrimas. Miserable.

El coronavirus es cruel a niveles que desconocemos. Dejemos algo claro: soy plenamente consciente de que yo soy, al menos de momento, una afortunada. Sé que el drama de esta pandemia está en los muchos que se han quedado por el camino; en todos esos abrazos rotos, en la pérdida que lloran muchas familias y en la incertidumbre en la que se sumen otras muchas. Salvando esta distancia, puedo asegurar que este bicho es retorcido. Te aísla, te condena a la soledad y a pasar la enfermedad sin el reconfortante abrazo de los tuyos. Te aleja de lo que más quieres y te hace estar vigilante al extremo, en un intento de evitar que un descuido tuyo pueda convertirse en una condena para ellos.

No respeta nada. Ni a nadie. Mi hija mayor –seis años– se pasó día y medio preguntando a su padre por el resultado de su PCR. Acogió el mío entre lágrimas, temerosa de lo que el coronavirus pudiese hacerle a su madre. Sin embargo, confesó que para ella quería lo mismo, consciente de que un contagio familiar nos permitiría pasar por esta experiencia a los cuatro juntos. Pidió incluso su microscopio de juguete para escupir y examinar la muestra, a ver si ella conseguía ver algún bichito que se moviese en su saliva y nos sacase de dudas antes que el mensaje del Sergas. ¿No lo hacen así los científicos?, preguntó. Maldito bicho.

Todos mis contactos han dado negativo. Algo menos de lo que preocuparme y que me tenía atormentada.Las llamadas que recibo estos días coinciden en preguntarme si tengo idea de dónde me he podido infectar. La respuesta es la misma para todos: ni por asomo. Repaso una y otra vez mis movimientos y contactos. Pero es que son tan pocos que termino en un periquete. Y vuelta a empezar. Es inútil. Creo que esta batalla se la voy a dar por ganada a mi compañero de cuarto. Me la coló y empezamos esta guerra. Seguir pensando cómo es agotador, además de meterme en un callejón sin salida.

Aquí estamos los dos. Él porque es un desgraciado y yo porque no tengo más remedio. Quizás lo mejor sea jugar con él a la indiferencia. Si mi cuerpo lucha para sobreponerse a su empujón, también puede hacerlo mi mente. Así que, aquí me tienen: escribiendo, leyendo, tratando de que la televisión me engañe de vez en cuando haciéndome creer que estoy a gusto y subiéndome a la elíptica –qué suerte no haberla desterrado al trastero– para movilizar suavemente los músculos. El okupa que se ha colado en mi casa y que duerme estos días conmigo se ríe de mí. Me compara con un hámster que hace girar la ruedecita de su jaula. Lo que él no sabe es que yo no camino en círculos. Ni mucho menos. No soy como tú, que atacas por la espalda. Avanzo para echarte de aquí. Cierra la puerta al salir y, por favor, no vuelvas jamás.