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Historias irrepetibles

Cuarenta años del milagro de Maradona en San Paolo

Hace hoy cuarenta años Maradona ofreció bajo la lluvia de Nápoles uno de sus mayores hechizos: marcar un libre indirecto de manera incomprensible ante la Juve con la barrera a poco más de cino metros. Un gol imposible, una obra sobrenatural.

Maradona lanza por encima de la barrera la falta contra la Juve.

Maradona lanza por encima de la barrera la falta contra la Juve.

Juan Carlos Álvarez

Juan Carlos Álvarez

El gran Gianni Mura escribió que había sido “como ver durante un instante a Miguel Ángel pintando la Capilla Sixtina”; un periódico napolitano, desatado por la emoción y la fe, fue aún más concluyente en su portada del día siguiente: “La obra de Dios”. Era difícil encontrar las palabras que describiesen con precisión lo que había sucedido en San Paolo poco después de las cuatro y media de la tarde lluviosa de aquel 3 de noviembre de 1985. Un gol prodigioso, pero también un desafío a la física, a la lógica. A la insoportable belleza del remate se unía el misterio de lo inexplicable, de lo nunca visto. Nápoles llevaba más de un año asistiendo al milagro que era ver a Maradona construyendo su leyenda mientras sobrevivía cada domingo a la cacería que se organizaba en busca de su cabeza; pero lo de ese día fue como verle caminar sobre las aguas o devolver la vista a un ciego.

Un libre indirecto dentro del área, un campo pesado, el cansancio de casi hora y media de batalla en las piernas, una barrera inmensa a solo seis metros, un árbitro ausente… un imposible. Ese momento de magia sucedió ante el éxtasis casi religioso de los 83.000 napolitanos que se apretujaron en el viejo estadio con el deseo de someter a su odiada Juventus, al representante de ese norte industrial y arrogante que les insultaba, se reía de su pobreza, de su forma de hablar y pedía en sus cánticos al Vesubio que volviese a escupir fuego sobre ellos.

Era el minuto 72 de un partido que marchaba 0-0. Novena jornada de la Serie A a la que la Juve de Platini y Laudrup llegaba después de sumar ocho victorias consecutivas sin conceder más que un par de goles. Puro Trapattoni. Tras un pelotazo el balón cayó llovido en un costado del área juventina sobre Daniel Bertoni, aquel delantero argentino ya en el tramo final de su carrera a quien Maradona arrastró con él a Nápoles para jugar juntos una sola temporada. El elegante Gaetano Scirea, uno de los grandes emperadores defensivos que ha dado ese país, elevó el pie en exceso en un intento de golpear la pelota y el atacante se fue al suelo como un muñeco roto. El árbitro señaló de inmediato un libre indirecto dentro del área, de esos que el fútbol moderno ha metido en el baúl de los objetos olvidados. Los napolitanos reclamaron penalti alegando un contacto mientras señalaban el cuerpo inerte de Bertoni que ofrecía una de las mejores interpretaciones dramáticas de su carrera futbolística. Pero el árbitro Redini, de Pisa, solo vio juego peligroso y apagó como pudo las reclamaciones de Maradona y compañía.

El balón se coloca en un costado del área a solo dieciséis metros de la portería defendida por Tacconi que ordena una barrera de seis futbolistas en la que se alinean tallos como Scirea, Favaro, Mauro, Bonini, Cabrini y el gigante Aldo Serena. Desde la posición de Maradona es imposible ver la portería, un muro blanquinegro lo ocupa todo. El árbitro, ajeno a las nuevas reclamaciones napolitanas, renuncia a retrasar el tabique humano que se planta a solo seis pasos de la pelota, una distancia ridícula, imposible. La lógica de estos casos obliga a un remate fuerte que pueda encontrar un hueco en medio de ese bosque de piernas, pero esa posibilidad no existe con un genio en el campo. Eraldo Pecci, otro de esos jornaleros semidesconocidos que el Nápoles tenía en ese momento en la plantilla, se puso al lado de la pelota y no se le ocurrió mejor cosa que susurrarle algo a Maradona: “No hay sitio para que pase”. Diego se limitó a decirle “tócamela igual". San Paolo contenía la respiración y bramaba al tiempo por el absentismo laboral del árbitro que consentía toda clase de libertades a los defensas juventinos. Sonó el silbato. Pecci hizo rodar la pelota apenas medio metro y el mundo contempló un prodigio. Maradona, que se había quedado pegado al balón porque sabía que el remate tenía que ser inmediato, acarició la pelota con su pierna izquierda con una delicadeza nunca vista, un golpeo ligero, apenas un roce que hizo girar el balón y coger altura de inmediato para elevarse por encima de la barrera y bajar a continuación, caprichoso, a tiempo de enfilar el camino de la escuadra. Nueve décimas de segundo estuvo la pelota en el aire, tiempo insuficiente para cualquier portero que quisiese llegar a esa escuadra izquierda, la única esquina por la que podía entrar ese disparo. El vuelo de Tacconi acabó estrellado contra el poste mientras a su espalda el balón revolotea junto a la red y el estadio se ponía boca abajo en medio de un absoluto ataque de locura. Era la alegría del gol, pero por encima de todo era la felicidad y el asombro por haber contemplado algo que no existía, que no estaba en los manuales del fútbol. Los analistas trataron de desentrañar los misterios de aquel gol imposible de la misma manera que los expertos en arte estudian la sonrisa de La Gioconda. Cómo era posible que alguien fuese capaz de conseguir en tan poco espacio que el balón subiese por encima de las cabezas de los defensas juventinos y bajase a tiempo de encontrar la portería. En solo dieciséis metros. En la televisión italiana se llegó a debatir con expertos en geometría si el balón había descrito una parábola o una elipse y se invocó a la anatomía para resolver con qué parte exacta del pie había golpeado la pelota. La respuesta correcta seguramente la dio Michel Platini cuando finalizó el partido y alguien le cuestionó sobre lo que acababa de suceder. Solo utilizó una palabra: “Diego”.

Leyes de la física

El relato de Massimo Mauro, uno de los centrocampistas de la Juventus que vio de cerca del vuelo mágico del balón, resulta muy ilustrativo sobre lo que sintieron en ese momento los futbolistas, esa mezcla de incredulidad y resignación: “Estaba a menos de cinco metros de Diego y Pecci, que se preguntaba si se había vuelto loco pidiendo el balón. Estaba tan cerca que me sentía tranquilo: 'No puede pasarlo: es contra las leyes de la física', me dije. Pero Diego era la ley del fútbol: él decidía cuándo el balón debía subir y cuándo debía bajar, y nosotros estábamos allí, en la barrera, preguntándonos cómo había sucedido. Decepcionados, pero ni siquiera enfadados: no hay por qué enfadarse cuando alguien hace una cosa así”.

Para los napolitanos aquello fue la definitiva revelación de que estaban ante un elegido, ante el hombre que les iba a cambiar para siempre. El Nápoles ganó aquel partido y rompió una racha de doce años sin derrotar a la Juventus que se apuntó en primavera un nuevo scudetto con los napolitanos en tercera posición. Pero esa derrota fue el aviso de lo que sucedería la temporada siguiente en la que Maradona condujo a los suyos al primer título de su historia en la Serie A.

Cuando se hace el repaso a la obra de Maradona y todo se quiere sintetizar en un gol, en una jugada, la costumbre invoca al gol a Inglaterra que marcaría ocho meses después en el Mundial de México. Por el escenario, por el rival, por la trascendencia. Pero aquel prodigio no alcanza ni de lejos la plasticidad ni la dificultad del anotado ante los juventinos. Ese libre indirecto solo lo podía marcar él. Entonces y ahora. El 3 de noviembre de 1985 sucedió algo que aún ahora nadie acaba de comprender. Cientos miles de napolitanos juran haber estado allí, apretujados en las gradas de pie, viendo a su dios hacer el mayor de sus milagros.

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