Baloncesto en silla
Escuela de felicidad
El Amfiv, aunque haya renunciado a competir en la Superliga por falta de apoyos, se mantiene fiel a sus orígenes con una actividad que ha ayudado a la integración de más de 200 personas con discapacidad durante 40 años

Jugadores y colaboradores de las escuelas del Amfiv, en O Carme. / Marta G. Brea

Pudiera parecer que todo concluyó aquel jueves de agosto en que la directiva del Amfiv anunció a BSR España que dejaba de competir. Pero ha llegado este sábado de octubre y por la puerta de O Carme, abierta de par en par para que quepan sus sillas, han ido llegando los jugadores. Los ha recibido Pablo Alonso, Karpin, para entrenarlos. Los han acogido en sus brazos Manolo Veiga y José Carlos González, que en 1982 fundaron el Amfiv junto a Pablo Beiro. «Empezamos con la máxima de ‘integración por el deporte’ y lo principal para integrar son las escuelas», sostiene José Carlos. «Tenían que seguir. El club sigue existiendo porque sigue con su base». «Ha sido natural. Es donde empezó todo y donde seguiremos», apuntala Karpin. Ese hálito de vida y esperanza no se apaga.
Es ciertamente un Amfiv simplificado. El equipo de élite, en División de Honor durante todo el siglo XXI, campeón de la Challenge Cup en 2017, subcampeón de Copa del Rey y de la Willi Brinkmann, emblema del baloncesto en silla español y orgullo del deporte vigués, ya pertenece a la memoria. El presidente, Chechu Beiro, sentenció lo que en la asamblea del club se había reflexionado. La desidia ajena y el desgaste propio condujeron a la renuncia.

Los fundadores Manolo Veiga y Carlos González, con Pablo Alonso Álvarez, conocido como Karpin, el entrenador. / Marta G. Brea
«No voy a decir que fuese sorprendente», reconoce Karpin, ayudante de César Iglesias en el cuerpo técnico. «Llevábamos años arrastrando presupuestos por estar en una liga superior a nosotros. Es una decepción. Resulta triste. Pero sabíamos que en algún momento iba a llegar y tocó ahora».
El Amfiv había resistido con una estructura mínima e incluso con plantillas de apenas media docena de jugadores. Cada vez resultaba más difícil reunir los recursos imprescindibles para participar en la liga más potente del mundo y en una coyuntura inflacionaria. «Las ayudas no crecen al mismo ritmo. Llega un momento en que no hay disponibilidad económica», conviene José Carlos. «En una competición casi profesional, un equipo no se puede basar en personas que se dedican a mayores de su trabajo, como Chechu o Manolo. Fue doloroso pero nos hemos ido sin deudas con nadie».
Eterno tesorero, aunque resignado a ese final, José Carlos lamenta: «Aunque Vigo sea una ciudad industrial, las empresas no dedican lo suficiente a apoyar el deporte, en este caso, y otras cosas. Tampoco se iban a arruinar por patrocinarnos, como hizo Iberconsa, a la que estamos muy agradecidos. ¿Es una de cuántas? Estábamos luchando por eso. Llegamos a crear la Fundación Pablo Beiro para que pudiesen desgravar. Y no hubo respuesta. Vigo es una ciudad hermosa y maravillosa pero se queda corta a nivel de empuje de los empresarios».
«Aunque Vigo sea una ciudad industrial, las empresas no dedican lo suficiente a apoyar el deporte, en este caso»
El equipo de Superliga BSR «servía, más que nada, para que la gente viese que una persona con discapacidad puede practicar deporte», añade. Se organizó como una consecuencia lógica de lo que se mantiene, esas escuelas que han compuesto el alma del Amfiv durante cuatro décadas. Más de doscientos alumnos, calcula Manolo Veiga, han pasado por las canchas y piscinas en las que han desarrollado su actividad.
«Es la labor más bonita», asegura Karpin, hoy figura importante en el baloncesto vigués, con el sénior femenino del Seis do Nadal, por ejemplo. Como técnico se estrenó hace una década ayudando a que seres truncados desde el nacimiento o por una enfermedad o un accidente disfrutasen del alivio y la camaradería. «Ves cómo crecen. Que consigan evolucionar y acaben practicando deporte de mayores es lo importante».

Dos jugadores, en el pabellón de O Carme. / Marta G. Brea
Han ido cosiendo así, puntada a puntada, felicidades cotidianas. También currículos de impresión. El multicampeón olímpico Chano Rodríguez tuvo en la escuela del Amfiv su primera zambullida. Suyos eran los balones que aprendieron a manejar el subcampeón en Río, Agustín Alejos, y los recientes oro y bronce europeos, Julio Vilas y Vicki Vilariño. Por sus canchas pasaron Martín de la Puente y Martina Sande antes de maravillar en el tenis y el tenis de mesa. Brais Pérez prosigue ahora su carrera en Tenerife y a Marco Pino, que estaba en dinámica de trabajo con los mayores, lo han reclamado desde Valencia. «Ahora será más complicado que antes, claro», acepta Karpin. «El paso es complejo porque en baloncesto en silla no hay categorías por edades. Pasas de pequeño a profesional».
«A todos nuestros jugadores les decíamos que no les podíamos pagar mucho, pero que aquí éramos una familia», revela José Carlos. Habla de todos los foráneos que encontraron en el Amfiv un trampolín y que hoy brillan en las mejores plantillas. «Como no podíamos alcanzar el sueldo que tenían que ganar, porque era muy buenos, se iban a otros equipos. Nos queda el consuelo de que todos se han ido convencidos de que efectivamente esto es una familia».
«No nos damos cuenta pero cuando nosotros empezamos, yo pensaba que no había gente en silla de ruedas en Vigo. No veía a ninguna por la calle. ¡Cómo la iba a haber si todo eran obstáculos!»
La escuela afronta su propia dinámica. No se han recuperado las cifras anteriores a la pandemia, cuando era más de 25 los asistentes regulares. «La gente se dispersó», se apena Karpin. Abierta también a la discapacidad intelectual, hoy la frecuentan ocho; entre ellos, Alejandro Vila, Pedro Méndez, Daniel Fernandez, Roi Penela, Mateo Paredes o el venezolano Iván Molina, que se unió hace dos años, tan pronto se instaló en Vigo: «Lo conocí por redes sociales. Me he encontrado un ambiente muy agradable». José Carlos anuncia: «Seguiremos haciendo charlas en los colegios para mentalizar a los adultos y a los niños. Se trata de abrir una puerta para que puedan tener una diversión».
Aunque tanto falte por hacer, mucho se ha recorrido desde aquel 1982, cuando Pablo Beiro, Veiga y José Carlos comenzaron a recorrer la provincia aireando a los enclaustrados y diluyendo prejuicios. «No nos damos cuenta pero cuando nosotros empezamos, yo pensaba que no había gente en silla de ruedas en Vigo. No veía a ninguna por la calle. ¡Cómo la iba a haber si todo eran obstáculos! Algunos no podían salir de su casa porque no tenían ascensor», relata José Carlos. «Concienciamos a los poderes políticos para elaborar la ley de barreras arquitectónicas. Ahora atraviesas un paso de peatones y ya ni te das cuenta de que hay una rampa. Fue una de las labores que también hicimos con el equipo. Lo englobamos todo. Tenemos que estar muy orgullosos. Algo hemos logrado».
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