Historias irrepetibles
La última vuelta de 'Pre'
Esta semana se han cumplido cincuenta años de la trágica muerte de Steve Prefontaine, atleta americano sobre el que se construyó una leyenda gracias a su carácter e imagen antes de que llegasen los triunfos con los que soñaba.

Prefontaine, en una carrera.
Poco después de cumplir los dieciocho años, Steve Prefontaine recibió en su casa de Coos Bay una carta que incluía un mensaje corto, pero muy claro: «Si vienes a la Universidad de Oregón podrás convertirte en el mejor fondista del mundo». Estaba firmada por Bill Bowerman, uno de los grandes «gurús» del atletismo americano, un tipo metódico, estudioso, detallista, un adelantado a su época que incluso se atrevía a diseñar zapatillas en casa con la ayuda de su mujer. Estaba obsesionado por mejorar el rendimiento de sus discípulos y había comenzado a meterse en terrenos que estaba sin explorar a finales de los años sesenta. El técnico, que acababa de abandonar su carrera militar, estaba acostumbrado a asistir a las demostraciones del pequeño Prefontaine en las diferentes competiciones escolares que se desarrollaban en un estado donde el atletismo es considerado una religión y en las que solía hacer añicos los récords nacionales de su categoría. Le quería a su lado pero tuvo una peculiar manera de proclamarlo. Para el joven atleta la carta fue una liberación. Llevaba semanas recibiendo propuestas, llamadas y visitas de casi todas las universidades norteamericanas pero él no dejaba de preguntarse por qué Bowerman seguía en silencio y jugaba con la posibilidad de perder al mejor atleta joven que había aparecido en todo el estado. Pero aquello formaba parte de la estrategia del entrenador que, sin tenerle aún a su lado, empezaba a moldear a un muchacho que desde muy joven era idolatrado por sus vecinos. Pero finalmente Bowerman escribió la carta de su puño y letra y, en 1970, Prefontaine se matriculó en la Universidad de Oregón y el viejo Hayward Field, el estadio de atletismo, se convirtió en su segunda casa.
Desde que el fondista y Bowerman iniciaron su camino juntos, la fama del atleta se disparó hasta convertirse en una celebridad. Le ayudaban sus piernas, su imagen un tanto desaliñada y sobre todo, su carisma. Era un atleta diferente, alguien que parecía saldar una cuenta pendiente cada día que se calzaba las zapatillas de tacos. El mismo lo decía: «La gente compite para ver quién es más rápido; yo lo hago para ver quién tiene más agallas». La gente adoraba su estilo, pero también su arrogancia, su descaro, aquel convencimiento de que nadie era mejor que él y que obligaba a Bowerman a un trabajo extra con él para frenar aquel espíritu. Era su gasolina, pero también su perdición en ocasiones. En la Universidad de Oregón el «Pre, Pre, Pre» se convirtió en un grito de guerra, la gente acudía con prendas en las que se leía «Go Pre» y su fama se extendió por todo el país mientras los records nacionales comenzaban a caer de su lado de forma imparable. No tardó en convertirse en la mayor celebridad del estado y cada día de carreras en el Hayward Field era jornada de fiesta para la comunidad. Llegó a tener en su poder todas las plusmarcas que van desde los 2.000 a los 10.000 metros, lo que confirmaba su versatilidad, y su capacidad competitiva.
Su primer gran examen llegó en los Juegos Olímpicos de Múnich en 1972. Prefontaine llegaba después de asombrar en las trials que se habían celebrado en la pista de Oregón. Allí, al abrigo de su entregada parroquia, con los gritos de «Pre, Pre» invadiéndolo todo finalizó los 5.000 metros en un tiempo de 13:22.8, récord de Estados Unidos y un aviso de cara a la cita olímpica. Empezaba a estar en las quinielas para el podio. Pero en Múnich, con apenas 21 años, le traicionó su carácter. Incapaz de correr a la defensiva, Prefontaine rompió la final de 5.000 con un ritmo más propio de una reunión y acabó por pagarlo. Se quedó sin respuesta tras el último cambio del finlandés Lasse Viren. Fundido en la recta final, el americano se vio superado por el tunecino Mohammed Gammoudi y el británico Ian Stewart le levantó la medalla de bronce en los últimos diez metros. El vigués Javier Álvarez Salgado fue uno de los protagonistas de aquella final en un Múnich, encogido por el asesinato de los deportistas de la delegación israelí. La derrota fue un mazazo duro pare el ego de Prefontaine.
Bowerman llevaba tiempo tratando de que ahorrase fuerzas durante las carreras, que se guardase algo para el final, que corriese menos con el corazón y más con la cabeza. Era incapaz. Rebelde y descarado Prefontaine cogía la cuerda de la pista y ya no la soltaba. Mataba y moría junto a ella. Aquella fue una batalla que Bowerman tenía completamente perdida. En gran medida ese carácter y ese descaro son los que habían convertido al atleta en una leyenda con poco más de veinte años. Él reforzaba al personaje con declaraciones rotundas que parecen más propias de un héroe del cine que de un atleta como aquella en la que dijo que «dar algo menos que lo mejor sería sacrificar el don que llevo dentro». Tras Múnich le llovieron ofertas para correr mítines a cambio de importantes sumas de dinero. Se resistió porque eso le hubiera cerrado la oportunidad de acudir a los Juegos Olímpicos de 1976 en Montreal, porque habría perdido su condición de amateur. Luchó contra esa clase de restricciones, insistió en defender el patrocinio de los deportistas, pero se mantuvo fiel a esos límites. Pero nunca guardó silencio con lo que entendía era una injusticia: «Nuestro país nos pide medallas pero no da nada a cambio». Su fama era su mejor altavoz y consiguió trasladar a la sociedad la contradicción en la que vivían atrapados los grandes deportistas olímpicos.
Para Bowerman fue complicado centrar de nuevo a Prefontaine, muy tocado tras la derrota ante Viren. Pero regresó poco a poco a la cumbre, volvieron los gritos a la pista de Oregón, se multiplicó la popularidad y su ejército de fieles soñaba con una redención absoluta en los Juegos de Montreal de 1976. En este tiempo incluso pasó a ser el primer atleta en calzarse unas zapatillas «Nike», la marca que Bowerman había creado en compañía con su socio Phil Knight. De hecho, el propio Prefontaine se implicó en dar a conocer la marca y se dedicaba a regalar pares de sus zapatillas a atletas reconocidos. Esta circunstancia ha hecho que la figura del atleta permanezca fresca en Estados Unidos porque un gigante como Nike se ha preocupado por alimentar el mito.
Pero toda esta historia se torció el 30 de mayo de 1975. Prefontaine había ganado una carrera el día anterior en el Hayward Field en la que habían coincidido con destacados atletas finlandeses. Esa noche se organizó una fiesta (una de las grandes pasiones de Prefontaine) y cuando volvía a casa, perdió el control por motivos que se desconocen de su MGB convertible del 73. Volcó de forma aparatosa y quedó atrapado entre los hierros. Cuando llegaron los equipos de emergencia ya no pudieron hacer nada por él. La muerte del fondista con sólo 24 años supuso un golpe duro para el deporte americano, pero fue una tragedia para Oregón que perdía a uno de sus grandes símbolos. El funeral se celebró en el propio Hayward Field. Bowerman, evidentemente emocionado, tomó la palabra y recordó a un hombre que «jamás se había rendido» y pidió que su ejemplo fuese seguido. Entonces, cargado de solemnidad, dijo: «Comienza la última vuelta de Pre». Y el coche fúnebre dio la vuelta al estadio a la velocidad que Prefontaine solía finalizar las carreras. El público siguió ese último cuatrocientos en completo silencio. Fue la única vuelta que Prefontaine dio a esa pista sin el rugido de la grada a su lado. Hoy todo en la Universidad de Oregón recuerda a su atleta favorito, a su leyenda eterna. En la llamada «roca de Pre», el lugar en el que perdió su vida, siempre hay zapatillas, medallas y dorsales que quienes siguieron sus pasos depositan allí a modo de ofrenda.
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