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Historias irrepetibles

Adiós con los bolsillos vacíos

Hoy se cumplen veinticinco años de la muerte de Gino Bartali, héroe legendario del ciclismo italiano en los años cuarenta y protagonista de una aventura inolvidable cuando participó en una red que se dedicó a salvar la vida de cientos de judíos italianos. Hazaña de la que nunca dijo nada en vida.

Bartali celebra una de sus últimas victorias.

Bartali celebra una de sus últimas victorias. / FDV

Juan Carlos Álvarez

Juan Carlos Álvarez

El 5 de mayo del año 2000 a primera hora de la tarde se detuvo uno de los corazones más grandes que ha conocido la historia del deporte. El piadoso Gino Bartali, el héroe silencioso, falleció a los 86 años en compañía de su esposa y de sus tres hijos. «No te enfades conmigo» fue su forma de despedirse de Andrea, su primogénito, el hombre que casi veinte años después escribiría un libro para honrar aún más la memoria sagrada de su padre y poner luz en alguno de los aspectos ocultos de su vida y que solo se revelaría después de su fallecimiento para hacer aún más grande su figura.

La casa de los Bartali en Florencia siempre escondió secretos. Sus hijos fueron descubriéndolo mucho tiempo después cuando su padre ya había dejado el ciclismo y trataba de ganarse la vida en negocios que siempre fracasaban por esa enfermiza obsesión de fiarse o ayudar a quien no lo merecía. Cuando Andrea, su hijo mayor, le preguntaba la razón de su silencio siempre encontraba la misma respuesta: «Andrea, hijo, hay que hacer el bien, pero no hay que decirlo. Si se dice ya no tiene valor, porque significa que se quiere obtener publicidad de los sufrimientos ajenos. Estas son medallas que se ponen en el alma y se valorarán en el Reino de los Cielos, no en la tierra». Bartali, terciario carmelita, esposo enamorado, padre amante, amigo fiel, deportista excepcional… fue un héroe anónimo durante la Segunda Guerra Mundial sin que nadie tuviese la menor idea. Solo su mujer Adriana, su primo Antonino y los líderes de la red clandestina con la que colaboraba sabían cuál era la verdadera razón de aquellos «entrenamientos» interminables que Bartali protagonizó durante varios años con el objetivo de salvar de los campos de concentración a centenares de judíos italianos.

Bartali siempre prefirió que otros hablasen por él. Cargó con etiquetas sin mayor preocupación, convencido de que solo debía rendir cuentas ante Dios. Gino, nacido en Ponte a Ema en el corazón de la Toscana, tenía el perfil perfecto para convertirse en el ciclista del régimen fascista. Era católico, duro, educado y un campeón incansable que en 1938 se convirtió en el segundo italiano, tras Bottecchia, en conquistar el Tour de Francia. Era una de las banderas de Mussollini. Su perfil era ideal para contraponerlo a Fausto Coppi, más joven y menos comprometido con el modelo de familia tradicional. Por eso se alimentó entre la opinión pública una rivalidad que, más allá de las diferencias que tuviesen en sus vidas, solo era deportiva. Se respetaban y se querían. La Italia roja y la católica, se simplificaba. Ellos dejaban que la gente hablase sin otra preocupación de estar preparados para la siguiente carrera, para el siguiente desafío que se hubiesen marcado. La cuestión es que Hitler cambió la historia del ciclismo mundial porque la Segunda Guerra Mundial se llevó los mejores años de ambos corredores. Sobre todo de Bartali. Su palmarés, siendo deslumbrante, lo habría sido mucho mejor si durante aquellos siete años el calendario hubiese seguido su curso con normalidad.

Durante la Segunda Guerra Mundial a Gino Bartali se le veía entrenar por las carreteras de la Toscana que tan bien conocía. Sesiones interminables, de varias horas de duración. Lo hacía con un jersey que llevaba su nombre para que no hubiese dudas sobre su identidad. Estaba en la plenitud de su carrera aunque no existiese competición. Por aquel país roto en pedazos avanzaba incansable Bartali. Los soldados lo saludaban orgullosos a su paso. Ahí va nuestro campeón, el héroe del pueblo, el gran Gino, el piadoso. Nadie imaginaba que aquel ciclista beato se estaba jugando la vida cada día que atravesaba la Toscana.

La historia real se supo años después de que Gino Bartali falleciese. Pidió a su familia que guardasen silencio, pero no lo hicieron los hijos de Giorgio Nissim, un judío italiano que durante el conflicto tejió una red dedicada a salvar a centenares de judíos que estaban condenados a terminar sus días en alguno de los campos de concentración centroeuropeos. Los herederos de Nissim encontraron unos cuadernos entre las pertenencias de su padre en los que se explicaba al detalle cómo funcionaba aquel sistema que consistía en facilitar nueva documentación a los judíos. Para ello se valía de la colaboración de diferentes curas y monasterios del norte de Italia. Nissim necesitaba un correo, alguien que no despertase sospechas, que circulase por las carreteras italianas con destreza y sin temor. El cardenal Dalla Costa, que conocía bien a Bartali, le ofreció ese arriesgado papel y Gino accedió. Nissim y los curas organizaban las rutas que sufrían continuas modificaciones, de monasterio a monasterio, y Bartali las recorría de manera puntual. En los tubos de su bicicleta viajaban ocultos los documentos o el dinero que tuviese que entregar cada día en su punto de destino. Jamás cobró ni pidió nada por aquel servicio. Sorteaba los controles sin problemas, se paraba a saludar a las patrullas con las que se cruzaba y les insistía en que entrenaba «para cuando acabe la guerra». Jornadas de cuatrocientos kilómetros que cubría en un día, antes de que entrase en funcionamiento el toque de queda que imperaba en el país en ese momento. Durante dos años sus únicas incidencias serias fueron un bombardeo que le pilló demasiado cerca y el ametrallamiento, se supone que por error, de un caza. El miedo se supone que sí le acompañó porque si algo salía mal o alguno de los responsables de aquella red hablaba más de la cuenta, su destino no era otro que el paredón. En sus anotaciones Nissim cifra en ochocientos los judíos que se libraron de los campos de exterminio gracias a la red, gracias a los paseos de Gino Bartali.

Acabó la guerra y las bicicletas recuperaron su espacio y sus carreras. Bartali se había dejado años maravillosos, de éxitos seguros. No abrió la boca sobre su verdadera ocupación durante aquel tiempo. Volvió a ganar el Tour de Francia en un momento en el que la amenaza de una guerra civil sobrevolaba el país y se transformó en un campeón veterano, irreductible hasta que en 1953 decidió retirarse tras conseguir la victoria en el Giro de la Toscana, en su casa. Después se ocupó de su familia, de sus fracasados negocios y de vivir en paz. Sus hijos, a medida que crecían, fueron descubriendo pequeños detalles de la aventura que su padre protagonizó durante la Segunda Guerra Mundial y, pese al deseo de gritárselo al mundo, siempre cumplieron su deseo de proteger el secreto familiar. Así ocurrió hasta que los herederos de Nissim desvelaron toda la verdad y el mundo descubrió que Bartali era mucho más grande de lo que habían imaginado y se sucedieron los homenajes y los reconocimientos en todo el mundo, especialmente entre la comunidad judía. Su familia sintió de alguna manera un enorme alivio: porque se supiese la verdad sin haber dejado de cumplir la promesa a su padre de guardar silencio.

El 5 de mayo de hace hoy veinticinco años el gran Gino expiró en su casa tras las complicaciones derivadas de un ataque al corazón. Su mujer cumplió su voluntad, que era la de vestirle únicamente con la túnica de los Terciarios Carmelitas. Quería ser enterrado solo con ella, sin símbolos de glorias terrenales. «No olvides que el último traje no tiene bolsillos», solía repetir en alusión a que de este mundo nunca nos llevamos nada. Su hijo Andrea se saltó ligeramente su deseos y le colocó un par de calcetines en sus pies desnudos tras recordar que, de tantas penurias y sufrimiento que pasó en su carrera como ciclista, solía quejarse a menudo de que sentía frío en sus pies. En la tumba no hubo epitafios, ni fotos. Solo una cruz y su nombre inmortal en el mausoleo familiar de Ponte a Ema: Gino Bartali (1914-2000).

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