ATLETISMO
El relámpago que salió de Vigo
Muere a los 80 años Rogelio Rivas, el velocista que con veinte años batió el récord de España de los cien metros y compitió en los Juegos Olímpicos de Tokio en 1964

Rogelio Rivas, en su visita de hace un año a Vigo. / FdV
En la tierra de fondistas y lanzadores hubo un día un relámpago. Se llamaba Rogelio Rivas, un talento natural esculpido en la alameda viguesa por el entusiasmo de Alfonso Posada, atleta de fibras rápidas pero frágiles que en 1964 acudió a los Juegos de Tokio para competir en la prueba de los cien metros tras haber sido capaz de correr el hectómetro en 10.4 segundos. Este vigués, nacido en 1944, falleció ayer a los 80 años de edad en Oviedo, la ciudad en la que se instaló por cuestiones laborales a comienzos de los años setenta, cuando el atletismo ya había sido relegado en su orden de prioridades. Galicia despide a quien fue durante décadas su atleta más rápido y sobre quien siempre existió la duda de hasta dónde hubiera llegado con una musculatura más resistente.
Rivas se asomó al atletismo por primera vez en un cross escolar en 1959 en Castrelos. Estudiaba en el Colegio Mezquita y fue uno de sus profesores quien le invitó a participar dadas las condiciones que demostraba casi todos los días en el centro escolar. Decidido a explorar un mundo desconocido Rivas compitió junto a otros niños de su edad llegados de otros muchos centros. Alfonso Posada, el delegado del Celta de atletismo, mostró una vez más su olfato para descubrir talentos. Se acercó a Rivas para invitarle a entrenar de su mano. Se inició entonces una relación estrecha que acabaría por llevar al vigués a batir el récord de España de los 100 metros y a participar en los Juegos Olímpicos.

Rivas, en una carrera. / FdV
No fue un camino fácil, pero el binomio Posada-Rivas siempre fue capaz de solventar los obstáculos que se fueron encontrando en un tiempo de recursos siempre limitados. El primero de ellos era el poco tiempo que el estudioso Rogelio Rivas tenía para entrenarse. Vivía en la calle Velázquez Moreno y el desplazamiento hasta Balaídos suponía un grave inconveniente para él. Pero eso no frenó a Posada, que buscaba soluciones donde fuese. Pidió ayuda al Náutico de Vigo que les dejaba utilizar su gimnasio y los vestuarios e improvisaron un lugar de trabajo en pleno centro de Vigo: la alameda que había frente al club. Allí Rivas realizaba el trabajo fraccionado que Posada había aprendido leyendo alguno de los libros publicados por entrenadores extranjeros que él perseguía con ahínco y de cuyas técnicas se empapaba.
Salidas, series de 150 metros, de 500 metros…entre las ocho y media de la tarde y las diez de la noche, cuando la ciudad se recogía, allí permanecían Rivas y Posada trabajando sin importarles para nada la hora, que lloviese, que hiciese frío o que soplase el viento con intensidad como sucedía con frecuencia. Los domingos, con más tiempo para desarrollar otras actividades, era el momento en que el velocista se acercaba al estadio de Balaídos para completar el entrenamiento semanal en la pista de ceniza que rodeaba el campo de fútbol.

Rivas junto a Alfonso Posada / FdV
El trabajo no tardó en dar resultados. Con solo 17 años Rivas ya era internacional junior y fue convocado para participar en los Juegos Iberoamericanos donde fue quinto en los 100 metros, la distancia en la que sobresalía y que compatilizaba con los 200 y los 400 metros. Rivas siempre pensó que su distancia, en la que triunfaría, serían los cuatrocientos metros porque en los cien se sentía limitado por la dificultad para ponerse en acción. Era muy discreto en la salida y admitía su sufrimiento a la hora de alcanzar tan rápido la velocidad de crucero. En los 200 y sobre todo en los 400 se sentía más libre, con la tranquilidad de gastar más tiempo en adaptar el cuerpo a la exigencia. Pero Posada decidió que dada su juventud lo mejor era no someterle al agónico esfuerzo de las carreras a una vuelta e ir preparando su cuerpo en las distancias más cortas. Lo que difícilmente esperaban es que con solo veinte años, en 1964, llegase su explosión. Acabó con el récord de España de Melanio Asensio al correr los 100 metros en 10.4, una marca que hoy en día parece inaccesible para los atletas gallegos (Mauro Triana tiene el récord con 10.46). Las puertas de los Juegos de Tokio se le abrieron de par en par. Solo tenía veinte años y su potencial era inmenso. Fue en ese momento cuando Rivas descubrió también la fragilidad de sus fibras musculares. Poco antes de acudir a Japón y tras haber arrasado en la primavera española el vigués sufrió una lesión muscular de la que penó para recuperarse. Trabajó de forma intensa, pero llegó a la cita olímpica en muy malas condiciones. Lo sabía, pero la ilusión era mucho más importante que cualquier otra cosa. Estaba junto a los mejores del mundo decidido a aprender, pero sus piernas no le respondieron en ningún momento. Con la pista empapada por la lluvia acabó su eliminatoria en un tiempo muy decepcionante de 11.1, impropia de él. Siempre confesó que disputó aquella prueba algo impresionado por sus rivales e incapaz de librarse de la atadura mental de saberse lejos de sus mejores condiciones. En vez de relajarse se tensó aún más y ese tipo de cosas no las perdona el cronómetro.
Decepcionado, pero impresionado por lo que había visto en Japón regresó a España donde la tortura con las lesiones continuó. Siempre problemas musculares, pequeñas roturas, tirones que le impedían trabajar con un minimo de continuidad y que frenaron la progresión del atleta que siguió perteneciendo al Celta hasta 1970 cuando se retiró del atletismo con solo 26 años y se instaló en Oviedo tras recibir una oferta para trabajar como aparejador. Su palmarés (apenas fue tres veces campeón de España en los 400 metros) no hace justicia a su infinita calidad como velocista y a sus condiciones naturales. Rivas, que después de Tokio se instaló en la Blume donde fue becado, siempre creyó que pagó la mala planificación de los técnicos que tuvo en Madrid. Solo Alfonso Posada en aquellos primeros años sacó lo que Rivas llevaba dentro. Hoy Galicia llora a su mayor talento para la velocidad, aquel que brotó casi a oscuras de un parque en el corazón de Vigo.
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