Yulimar y Barshin, la rutina de lo prodigioso
La venezolana se convierte en la primer mujer que gana tres títulos seguidos en el triple salto | El catarí conquistó un nuevo entorchado en la altura tras un concurso en el que no falló ningún intento

Yulimar Rojas celebra su victoria en el triple salto. // EFE / juan carlos alvarez
Yulimar Rojas es feliz contagiando la alegría que siente cada vez que se calza las zapatillas para competir. Gesticula sin parar, grita, da palmas, salta, corre y luego vuela como nadie es capaz de hacer. Habita en un mundo diferente al resto de triplistas que la saben fuera de su alcance. Yulimar no ajusta el primer salto, condicionado por ese psoas que esta temporada le ha impedido ofrecer su mejor versión, y Kravets, la jamaicana, se pone primera. Iván Pedroso, el patrón de la mejor factoría de saltadores del mundo y a la que también pertenece Ana Peleteiro ausente debido a su embarazo, le insiste desde la grada que se libere, que disfrute, que se deje llevar. Le pide a Yulimar que sea Yulimar. Y la venezolana cumple con lo que se espera de ella. Entra en la tabla con la fuerza que le faltó en el primer intento, se deja algún centímetro en el último esfuerzo pero se va hasta los 15,47 metros. Se acabó el dilema. Esa marca no existe en la mente del resto de saltadoras que asumen su papel “humano” al lado de Yulimar. Pero ella aún tiene una cuenta pendiente consigo misma. Mientras el resto de finalistas se centran en su pelea por acompañarla en el podio, la venezolana se focaliza en buscar el récord del mundo y, tal vez, esos 16 metros que ansía convencida de que están ahí esperando por ella. Pero no es el día. Firma un par de nulos y otros dos saltos largos, pero no lo suficiente. Y se centra entonces en correr y gritar por la pista hasta hacer partícipes a todos los espectadores de su felicidad contagiosa. Desde la plata en los Juegos Olímpicos de 2016 en Río de Janeiro ha ganado todas las grandes competiciones en las que ha participado y a su dictadura no se le adivina un final. Es intocable para el resto. En Eugene solo le queda pendiente el no haber podido participar en la final de longitud como era su deseo por culpa de una zapatilla prohibida en el triple.
Caso parecido es el del catarí Mutaz Essa Barshim, que, después de sus triunfos en la altura de Londres 2017 y Doha 2019, cantó victoria en Eugene con un registro de 2,37 metros (mejor marca del año) después de un concurso impecable en el que realizó únicamente siete saltos, todos ellos válidos. Como Yulimar, Barshim es un prodigio estético, un ser que parece volar y que siempre da la sensación de dejar el listón varios centímetros por debajo de su cuerpo. Mientras sus rivales, extraordinarios ayer como el surcoreano Woo, el ucraniano Protsenko o el italiano Tamberi –que en Tokio 2020 protagonizó un precioso momento al compartir de mutuo acuerdo el oro olímpico con Barshim y ayer solo pudo ser cuarto– se retuercen sobre el listón y transmiten el esfuerzo en cada salto, el catarí parece tener un trampolín que le impulsa y le cuelga del cielo. Todo parece sencillo en él. Concluye la competición y renuncia a seguir saltando. Ayer parecía tocado por una varita mágica y él está destinado a derribar algún día el récord del mundo de Javier Sotomayor, los célebres 2.45 que el cubano logró en Salamanca en 1993. Pero entiende que no es el día. Tal vez porque prefiere dejarlo para una reunión que le resulte más lucrativa o bien porque intuye que el esfuerzo no le iba a conducir a nada.
Yulimar y Barshim vivieron su tercer entorchado mundial y para ellos pareció como si aquello fuese una cuestión rutinaria. Cosas de los seres prodigiosos.
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